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Ofensa. Cuando uno mismo se pone en evidencia

Se dice que no hay mayor defensa que un buen ataque, lo cual servirá para una acción militar, pero en la vida cotidiana si el susodicho ataque se reviste con el furor de la ofensa, se pone al descubierto la inmensa fragilidad del que hace uso de ella. Soberbia, tendencia a la ira, revanchismo, resentimiento, marcado ego… En suma que las palabras gruesas, descalificativas, que se lanzan como dardos hacia quien se cree objetivo de un ataque personal son propias de alguien que no es refractario a las ideas, opiniones o maneras de pensar de otros, y no se muestra dispuesto a admitir su error.

Le hiere sentirse en el centro de la diana y puede llegar a creerse sus propias mentiras defendiéndolas a capa y espada. Es una persona vulnerable, y a la par autoritaria, débil frente a cualquier emoción que no es capaz de gestionar. No solo le falta templanza y afán de conciliación, también se hunde en el fango de la conflictividad porque cerrándose al diálogo clausura la paz. Quien se deja atrapar por la ofensa es insaciable. Persiguiendo su propia autoprotección no cejará en su intento de hundir en las cloacas más abyectas a quienes considere sus enemigos. Y no hay que olvidar que esta actitud combativa es un boomerang. En palabras de Vicenzo Monti: “Las injurias son como las procesiones, regresan siempre al lugar de donde partieron”.

El daño que inflige una ofensa no es fácil de restañar. No se trata únicamente de una cuestión moral. El respeto a la dignidad del otro, un derecho que todos tenemos, exige compostura. Y si hay que arrepentirse de algo, pedir perdón, habrá que actuar admitiendo el equívoco y el error en cuestión, especialmente en aquellas circunstancias en las que los hechos sean punibles, aunque es una conducta más que conveniente en cualquier situación; debería ser la actitud ordinaria. Nadie estamos en posesión de la verdad; todos somos proclives a tropezar en la vida. Lo que no se puede hacer es justificar los extravíos personales arremetiendo bravamente contra los demás, emprendiendo una carrera de despropósitos verbales a cual más destructivos. Los único que conseguirán es abrir una sima que termina engullendo a otras personas y devorando la deseable convivencia. “Es más honroso huir las injurias callando, que vencerlas contestando a ellas”, decía san Gregorio Magno.

Admitir la equivocación no es derrota; es victoria. Quien se niega a sí mismo el bien echando nauseabundo cieno sobre los demás es el primero que se pone en evidencia.


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