Homilía de mons. Saiz en la misa de funeral por don Javier Imbroda (06-04-2022)

Homilía de mons. Saiz en la misa de funeral por don Javier Imbroda (06-04-2022)

Homilía en la misa de funeral por don Javier Imbroda

Parroquia del Corpus Christi, 6 de abril de 2022

Queridos: hermano en el episcopado, sacerdotes concelebrantes; excelentísimas autoridades: Presidente y Consejo de Gobierno de la Junta de Andalucía, Ministro de Cultura y Deporte, Presidenta del Parlamento, Alcalde de Sevilla, Delegado del Gobierno, Teniente General Jefe de la Fuerza Terrestre, Parlamentarios y demás autoridades presentes; familiares de nuestro hermano Javier, en especial su esposa Salvadora, y sus hijos: Javier, Pablo, Salvadora, Víctor y Francisco; hermanas y hermanos que participáis en esta celebración. Nos hemos reunido en torno al altar del Señor para elevar nuestra oración por nuestro hermano Javier, que el Señor ha llamado a su presencia el pasado día dos. Lo hacemos actualizando el Misterio Pascual, la pasión, muerte y resurrección del Señor con la celebración del sacrificio eucarístico.

Las lecturas que hemos escuchado abren nuestro corazón a la esperanza. Más allá del dolor y la oscuridad que provoca la muerte, la fe nos orienta hacia la luz del Señor Resucitado. Es difícil prever el modo y el momento en que la enfermedad se hará presente en nuestra vida, y eso nos hace experimentar una gran vulnerabilidad. La primera lectura es un fragmento del libro de Job, que hace una profunda reflexión sobre el misterio del mal y el sufrimiento, que está presente en nuestra existencia. No es extraño que cuando el dolor nos golpea en lo más profundo del corazón, reaccionemos de algún modo contra todo y preguntamos el porqué, como le ocurre a Job. No se trata de una cuestión nueva para la humanidad, por el contrario, es una pregunta que siempre ha interpelado el pensamiento humano. Ciertamente la culpa no es de Dios, ni tampoco nuestra, ni de tantas personas buenas que existen en el mundo.

No es fácil encontrar una respuesta plenamente convincente, porque no existe una respuesta fácil. Ahora bien, desde nuestra opción creyente, estamos seguros de que Dios no nos abandona, y que Jesús está a nuestro lado. El salmo que hemos recitado nos ayuda y nos consuela: “El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término”.

Pero la respuesta más válida y convincente la encontramos en el Evangelio, en el relato de la muerte de Jesús y de su resurrección. Esta entrega de Cristo en la cruz es el centro de la historia, que precisamente gracias a él es historia de la salvación. Esta es la Buena Nueva, el núcleo de nuestra fe, que nos abre un camino de esperanza. Es bien cierto que la muerte es un misterio y que nuestra vida aquí en la tierra tiene un final; pero Cristo ha resucitado, ha vencido a la muerte y nos abre el camino de la resurrección. Esta es la Buena Nueva que llena de esperanza el corazón de los creyentes, esta es la fe que la Iglesia predica continuando la misión de los apóstoles.

La vida de Cristo, entregada por amor hasta el final, no acaba en la cruz. Resucitado por el Padre, llega hasta nosotros por la fuerza del Espíritu como principio y fundamento de nuestra propia resurrección. El amor redentor de Dios es más fuerte que la muerte. A este Jesús, crucificado por los hombres, Dios lo ha exaltado como Salvador. La contemplación de Cristo resucitado nos revela el futuro que puede esperar el ser humano, el camino que puede llevar a su verdadera plenitud y la garantía última ante el fracaso, la injusticia y la muerte.

La resurrección de Cristo abre para toda la humanidad un futuro de vida plena. Cristo es el primero que ha resucitado de entre los muertos. Él ha llegado ya a la vida definitiva que también nos espera a nosotros. La muerte no tiene la última palabra. La guerra, el hambre, las limitaciones del tipo que sean, la enfermedad, la muerte… no representan el horizonte último de la vida. Porque nada nos podrá separar del amor de Dios; porque Dios, que resucitó al Señor, también nos resucitará a nosotros por su fuerza. La resurrección de Cristo es principio de vida nueva para la humanidad.

Tal como hemos escuchado en la narración de san Marcos, el domingo, muy temprano, María Magdalena, María, madre de Santiago, y Salomé, se encaminan hacia el sepulcro donde habían depositado el cuerpo de Jesús, y se dan cuenta que la piedra que cerraba la puerta ha sido apartada, y ven sentado a la derecha un joven vestido de blanco que les advierte que no lo han de buscar allí, porque «ha resucitado». El sacrificio de Jesús, el Señor, había sido aceptado. El amor misericordioso se abría por siempre jamás y se derramaba abundantemente sobre el corazón de los hombres y sobre el mundo. El Crucificado es ahora el Glorificado. La esperanza brota incontenible en el corazón de los discípulos, como expresión del deseo de un amor más fuerte que el pecado y que la muerte.

Esa misma esperanza brota en nuestro corazón. Por eso nos encontramos esta tarde aquí, para participar en esta celebración eucarística. Hemos perdido un ser querido, y este hecho nos produce dolor, pero tenemos la esperanza firme de que nuestra vida está en manos del Señor y que nuestra muerte no es una separación definitiva, sino un traspaso a la casa del Padre.

Nuestro hermano Javier ha sido un referente del mundo del deporte de la canasta. Jugador y entrenador al máximo nivel posible, seleccionador nacional. Emprendedor, empresario de éxito, Consejero de Educación y Deporte de la Junta de Andalucía. Ha sido un hombre muy querido y respetado por todos; un hombre firme en sus principios y, al mismo tiempo, conciliador; que creía firmemente en el compromiso, en el esfuerzo, en el sacrificio, que luchó hasta el último aliento. Un ejemplo de superación constante, que por su carácter y su energía vital dejaba huella por donde pasaba. Un hombre en el que destacaba la bondad, la prudencia y la capacidad de diálogo. Era también un hombre de fe, un hombre creyente, humilde y sencillo, que nos ha dado a todos un gran ejemplo de vida. Un hombre incansable en la lucha, vitalista y alegre, que solía repetir: «Alejaos de la tristeza, porque con la tristeza no se llega a ningún lado».

No estamos creados para vivir eternamente aquí en la tierra, y a pesar de que nos duela perder un ser querido, hemos despedido a un hermano que ha cumplido su etapa en la tierra después de una existencia compartida, fecunda, llena de fe y amor. Ha sido un buen hijo, un buen hermano, un buen esposo, un buen padre, un buen amigo y compañero. Con esta celebración lo encomendamos al Señor. Que desde su presencia nos ayude a caminar sin miedo, en compañía de los hermanos, siempre en el amor del Señor. Nos queda su recuerdo y su ejemplo como un tesoro, como una motivación constante para no rendirnos jamás, para vivir con generosidad y aspirar a la excelencia, para dialogar y entender a los demás, para trabajar siempre en equipo y ganar los partidos que nos toca jugar en la vida. Descanse en paz. Así sea.

+ José Ángel Saiz Meneses

Arzobispo de Sevilla

 


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