Homilía del Arzobispo de Sevilla en la celebración de la Cena del Señor

Homilía del Arzobispo de Sevilla en la celebración de la Cena del Señor

Homilía de Jueves Santo (14 de abril de 2022).

Catedral de Sevilla

El día de Jueves Santo es un día señalado en la vida de la comunidad cristiana. Si la celebración eucarística siempre es memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, hoy lo es de manera especial porque recordaremos aquel primer Jueves Santo de la historia en el que Cristo se reúne con sus discípulos para celebrar la Pascua. En esta celebración instituye la nueva Pascua de la Nueva Alianza en la que se ofrece en sacrificio por la salvación de todos. A lo largo de cuarenta días hemos estado preparando el Triduo Pasqual que hoy comienza.

La primera lectura que hemos escuchado transmite el ritual y el significado de la Pascua judía. El pueblo judío en su cena pascual conmemoraba la Historia de la Salvación, las maravillas de Dios para con su pueblo. Esta transmisión se hacía en familia, en el momento de comer el cordero pascual. El más pequeño de la familia preguntaba y el más anciano respondía con un recorrido histórico-salvífico recordando las obras prodigiosas del Señor hacia su pueblo, rememorando especialmente la liberación de la esclavitud de Egipto. Cada familia comía el cordero pascual en esta celebración tan especial. Jesús celebra también la cena pascual con los apóstoles y, dentro de esta celebración pascual judía, instituye la nueva Pascua de la nueva Alianza, en la que Él mismo se ofrece en sacrificio por nuestra salvación. En la Última Cena nos hace el mayor don, un don que humanamente no podríamos ni imaginar: quedarse entre nosotros de un modo misterioso pero real en la Eucaristía.

La Eucaristía es sacrificio. Es el sacramento del cuerpo inmolado de Cristo y de su sangre derramada por todos nosotros. En la Última Cena esto se anticipa. A lo largo de la historia este sacrificio redentor se irá actualizando en cada celebración eucarística. Es el sacrificio de la Nueva Alianza en la que Cristo es Sacerdote y víctima. La Eucaristía es alimento, es el nuevo alimento que da vida y fuerza al cristiano mientras peregrina hacia el Padre. La Eucaristía es el pan vivo bajado del cielo, el pan de vida eterna. Alimentado, fortalecido por la Eucaristía, el ser humano puede afrontar con garantías la difícil peregrinación de la vida.

 La Eucaristía es presencia de Cristo entre nosotros. Esta presencia implica una actitud de adoración por nuestra parte y una actitud de comunión, de comunicación personal con Él. La presencia eucarística nos garantiza que Él permanece entre nosotros y opera la obra de la salvación. La Eucaristía es misterio de fe. Después de la consagración el celebrante exclama: «Este es el Sacramento de nuestra fe». Misterio que no podemos comprender, que no podemos abarcar, que sobrepasa absolutamente nuestras capacidades humanas. Misterio que podemos penetrar, que podemos entender progresivamente por gracia de Dios y con una actitud humilde y contemplativa, con una actitud de adoración.

Es el centro y la clave de la vida de la Iglesia. Es la fuente y la raíz de la existencia cristiana. Eucaristía es toda nuestra vida. No es una práctica que nos asegure la salvación y que esté desligada de la vida cotidiana. Es toda la vida que se compromete, que se une a Cristo, que se recapitula en un ofrecimiento a Él. Eucaristía es comunión y es comunidad, comunidad de vida y amor. Así como los granos de trigo triturados forman el pan que se convertirá en el Cuerpo de Cristo, así todos los miembros de la comunidad forman su Cuerpo, su Pueblo, su Familia, que es portadora y constructora de comunión con la humanidad.

 Hoy pedimos al Señor que nos conceda una vida profundamente eucarística, de entrega, de ofrecimiento, de acción de gracias a Dios por su amor; de acción de gracias al Señor Jesucristo porque nos manifiesta su amor salvándonos, dando la vida por nosotros.

En la misma cena, Cristo instituye el sacerdocio ministerial. Mediante este sacerdocio se podrá perpetuar el sacramento de la Eucaristía. El prefacio de la misa crismal nos desvela el sentido: Él elige a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparan a los fieles el banquete pascual, preceden a al pueblo santo en el amor, lo alimentan con la palabra y lo fortalecen con los sacramentos; y al entregar su vida por Dios y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y han de dar testimonio constante de fidelidad y amor.

Y junto al sacramento de la fe y del amor, nos da el mandamiento del amor. “Como yo os he amado, amaos también unos a otros”. Antes se fundamentaba el amor en la recompensa esperada a cambio, o en el cumplimiento de una norma externa e impuesta. Ahora el amor cristiano se fundamenta en Cristo. Él nos ama hasta dar la vida. Ésta debe ser la medida del amor del discípulo. El ser humano no tiene capacidad para poder amar así. No es el fruto de un esfuerzo, sino un don de Dios. Dios es amor y fuente de todo amor. Ésta debe ser la señal, la característica de reconocimiento del discípulo de Jesús, del amigo de Jesús: amar hasta dar la vida. Así lo expresa Él mismo. Éste es el mandamiento que debe vivir el hombre nuevo redimido y renovado por Cristo en la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios. Un amor más fuerte que la muerte. Porque la muerte ha sido vencida por Cristo y por su amor, derramado en nuestros corazones.

Jesús nos da ese mandamiento del amor justamente en la institución de la Eucaristía. No se trata de la última recomendación de un amigo entrañable que marcha lejos, o el consejo del padre o de la madre que ven cercana su muerte. Es algo más profundo. Es la afirmación del dinamismo que Él pone en nosotros. Por el bautismo empezamos una vida nueva que es alimentada por la Eucaristía. El dinamismo de esta vida lleva a amar a los demás y es un dinamismo en crecimiento hasta dar la vida. Es como si Jesús nos dijera que si amamos así, y sólo si amamos así, demostramos que somos cristianos.

Por último, en este Jueves Santo hemos de contemplar y meditar el lavatorio de los pies. En una actitud total de siervo, lava los pies de los apóstoles y les recomienda que lo hagan unos a otros. Hay algo más que una lección de humildad en ese gesto del Maestro. Es como una anticipación, como un símbolo de la Pasión, de la humillación total que sufrirá para salvar a todos los hombres. ¡Qué difícil es la humildad! ¡Cuánto cuesta practicarla! Dice Romano Guardini que “la actitud del pequeño que se inclina ante el grande, todavía no es humildad. Es simplemente, verdad. El grande que se humilla ante el pequeño es lo verdaderamente humilde”. Por eso Jesucristo es el auténticamente humilde. Su encarnación y muerte en la cruz son la mayor prueba de humildad. Él es el primer humilde. Ante este Cristo humilde nuestras esquemas se rompen. No entendemos. La lógica humana nos lleva a servir al poderoso, al superior, nunca al inferior. Jesucristo cambia los valores meramente humanos y nos invita a que le sigamos: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”

Continuamos nuestra celebración. Actualizamos la institución de la Eucaristía y del sacerdocio, contemplamos el gesto del lavatorio de los pies, escuchamos el mandamiento del amor. Repetiremos ahora las palabras y gestos del Señor. Seamos testigos de este amor suyo en medio de la Iglesia y del mundo. Vivamos con intensidad las celebraciones de estos días. Dejémonos llevar de la mano por la Madre, María Santísima, que nos enseña el camino del seguimiento de Jesucristo. Que así sea.

+ José Ángel Saiz Meneses

Arzobispo de Sevilla

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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