Santas Justa y Rufina| Carta dominical del arzobispo (17-07-2022)
Hoy celebramos a las santas Justa y Rufina, patronas de Sevilla, dos jóvenes que procedían de una de las pocas familias cristianas de la Híspalis romana de finales del siglo III. Se dedicaban al trabajo del barro y la cerámica. Su martirio está fechado a finales del siglo III, hacia el año 287, en tiempos del emperador Maximiano. Su ejemplo es un gran consuelo y estímulo para nosotros. Los mártires son los testigos de Jesús y de su Evangelio. Los mártires de ayer, como Santa Justa y santa Rufina, y los mártires de hoy, los del momento presente en todo el mundo.
El mártir ofrece la prueba del amor más grande, la entrega de la propia vida. Reconocido como tal por la voz del pueblo de Dios, es confirmado por la Iglesia como testigo fiel de Cristo. El mártir se configura con Cristo, y también se convierte en grano de trigo que cae en tierra y muere y da mucho fruto. Es la culminación del seguimiento de Cristo, un seguimiento libre hasta las últimas consecuencias. Su muerte no se entiende en un sentido meramente negativo como privación de vida. Al contrario, el mártir entrega y ofrece su vida desde la libertad. Como el grano de trigo muere y se multiplica, así también la vida del mártir de Jesucristo.
Esta es la prueba suprema del cristiano, dar la propia vida hasta la aceptación de la muerte para testimoniar la fe en Jesucristo. Esta dimensión martirial, testimonial, ¿cómo la podemos vivir en nuestra circunstancia concreta? Seguramente no nos encontraremos en las circunstancias de dar la vida en el sentido físico y material. Ahora bien, debemos vivir un nivel de fe, esperanza y amor tales, que si se diera la ocasión de martirio, nuestra reacción fuera de recibirlo como culminación de nuestra confesión de Cristo. Por otro lado, en un sentido amplio, hemos de vivir a lo largo de toda la existencia la dimensión martirial cristiana a través de nuestro testimonio de vida.
Estamos llamados a ser testigos del amor, testigos de fe y de esperanza. Llamados a vivir la santidad y la misión como consecuencias del bautismo, a ser sal de la tierra y luz del mundo. Sal que da vigor y consistencia. Sal que conserva, que da sabor, alegría; sal que antiguamente era signo de hospitalidad. Luz que ilumina, que transparenta Cristo; que no se impone, que simplemente se hace presente ayudando a distinguir las cosas, ayudando a contemplar la belleza de las cosas. Luz de la verdad, de la coherencia de vida.
Vivimos un momento histórico de profundas transformaciones que condicionan tanto la vivencia personal de la fe como la acción pastoral. Nos encontramos presentes en muchos ámbitos y areópagos del mundo moderno en los que hemos de dar un testimonio cristiano explícito. Por ejemplo, el compromiso por la vida, por la familia, por la paz. También el mundo del trabajo, las relaciones entre los pueblos o el mundo de la cultura y la investigación científica. Somos conscientes de que si damos un testimonio firme y valiente de Cristo en estos areópagos, en no pocas ocasiones los areópagos se convierten en coliseos, en lugares de posible persecución.
No hemos de tener miedo. Llevamos a cabo esta misión desde la confianza en el Señor, desde una actitud de esperanza en cualquier situación, especialmente en los momentos de dificultad, de cruz, de persecución. Jesucristo resucitado está presente en la Iglesia. Él nos da la fuerza para vivir intensamente la fe y para dar testimonio con energías siempre renovadas. De esta forma, unidos a Cristo, a María, a la Iglesia, con todos sus mártires, vivimos la dimensión martirial de nuestra fe cristiana, navegando por el mar de la historia con la confianza puesta siempre en el Señor. Que nuestras santas patronas Justa y Rufina nos ayuden en este camino.
+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla