Homilía de mons. Saiz en el sexto día de la novena a la Virgen de los Reyes (11-08-22)
El Señor “enaltece a los humildes”
Memoria de Santa Clara
Saludos. Queridos hermanos y hermanas que participáis en esta celebración: Señor Deán Presidente y miembros del Cabildo Catedral; sacerdotes, diáconos, miembros de la vida consagrada; Asociación Virgen de los Reyes y San Fernando, Real Maestranza de Caballería; hermanos y hermanas presentes. Día sexto de nuestra Novena, en que celebramos la fiesta de santa Clara, una religiosa discípula de san Francisco de Asís, con quien fundó la segunda orden franciscana o de hermanas clarisas. Ella se llamaba a sí misma «humilde planta del bienaventurado padre Francisco». Después de abandonar su antigua vida de noble, se estableció en el monasterio de San Damiano hasta su muerte.
La escena de la Visitación de María a su prima Isabel refleja la actitud de servicio, también la actitud de acogida, la alegría, la felicitación de Isabel a María y la respuesta de María entonando el Magníficat, el canto de los «pobres de Yahvé», los humildes de corazón que rechazan la tentación del orgullo, de la riqueza y del poder.
¡Qué difícil es ser humilde! Que fácil es caer en los delirios de grandeza, en los complejos de superioridad, en la incapacidad para hacer autocrítica. Qué fácil es destacar un poco en algo y en seguida volverse engreído y vanidoso, y echarse a perder. Qué fácil es parecer humildes cuando estamos rodeados de personas mucho más capacitadas, más cualificadas, cuando estamos en una posición de inferioridad; pero en cuanto prosperamos un poco, con qué rapidez afloran la vanidad y el orgullo. El teólogo alemán Romano Guardini dice que «la actitud del pequeño que se inclina ante el grande, todavía no es humildad. Es, simplemente, verdad. El grande que se humilla ante el pequeño es el verdaderamente humilde». Por esto, Jesucristo es el auténticamente humilde. Su encarnación y muerte en cruz son la prueba más grande de humildad. María Santísima es auténticamente humilde, unida su Hijo y compartiendo su camino.
La humildad es la virtud que nos da un conocimiento justo y verdadero de nosotros mismos y de nuestra pequeñez, de nuestras limitaciones y debilidades, principalmente ante Dios. Sitúa a la persona en la verdad y la libra de la vanidad, de la soberbia, de los espejismos del mundo y de las tentaciones del maligno. A primera vista, parece simplemente la virtud que se opone a la vanidad. En un sentido más profundo, se opone a la soberbia, al orgullo. Es la actitud lógica de la criatura ante el Omnipotente. El humilde reconoce que todo lo ha recibido de Dios, que no es nada por sí mismo.
¿Y cómo aprender la humildad? En primer lugar, hay que hacer experiencia de la omnipotencia de Dios Salvador. La humildad nace del sentido de Dios, es decir de la conciencia plena de su realidad. Esta conciencia se va adquiriendo a través del contacto con Dios, de la relación con Él a través de la oración, a través de la celebración litúrgica. Cuando la persona se acerca a Dios, experimenta la propia nada, se experimenta que todo es don de Dios. En la presencia de Dios, en la verdad de su luz, el hombre se siente pecador y a la vez experimenta la confianza plena en Dios, en su amor, en su gracia. De ahí que las personas más santas sean las más humildes.
La humildad se aprende también a través de la contemplación de Cristo Redentor y de su camino de humillación hasta la muerte en cruz. La humildad es adhesión al camino recorrido por Jesús y seguimiento de sus pasos. Se aprende asimismo contemplando a María Santísima, la criatura más grande, la más perfecta a los ojos de Dios y a la vez la más sencilla. Dios ha mirado la humildad de su esclava, que encontró gracia a sus ojos. Para nosotros, la vivencia de la humildad no consiste tanto en adoptar unas formas concretas de comportamiento, sino sobre todo en plantear toda nuestra vida siguiendo el ejemplo de Jesús.
No solamente es una virtud importante, sino que es el fundamento de todas las virtudes. Todo el edificio de la vida espiritual tiene sus cimientos en la humildad. Todo progreso espiritual es gracia de Dios, y Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. Santo Tomás de Aquino nos recuerda que la humildad ocupa el primer lugar entre las virtudes porque quita los obstáculos para el crecimiento en todas ellas: expulsa la soberbia, a la que Dios resiste, y hace al hombre someterse al influjo de la gracia divina. Por eso es el fundamento del edificio espiritual[1].
Por otra parte, Dios siempre santifica en la verdad, y donde no hay humildad no hay tampoco verdad y, por consiguiente, no hay santificación. La enseñanza de santa Teresa de Jesús es clara al respecto: “Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y me puso delante esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad; que es verdad muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira”[2].
“Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava” (Lc 1,46-48). María es consciente de su pequeñez ante Dios, que la ha llamado a ser la madre del Mesías. Sabe que todo lo recibe de Dios, y está libre de sí misma, completamente orientada a Dios y a los demás. Aquí está la verdadera humildad: no tener ojos para uno mismo, sino para Dios y para los demás. El Señor, para hacer maravillas, no necesita grandes medios ni nuestras capacidades, sino un corazón sencillo, una mirada humilde y confiada a Él y abierta a los hermanos[3].
Vamos a trasladarnos a Nazaret. Los datos evangélicos que tenemos y los descubrimientos de la arqueología bíblica nos permiten reconstruir el modo como vivían Jesús, María y José en Nazaret, en su vida diaria. Una vida sencilla y familiar. El clima de serenidad y paz que existía en el hogar de Nazaret y el cumplimiento de la voluntad del Padre conferían a la vida de aquella sagrada familia una profundidad extraordinaria e irrepetible. En María, la conciencia de que cumplía una misión que Dios le había encomendado, concedía un significado inmenso a su vida diaria. Los quehaceres sencillos de cada día adquirían un valor singular, pues los vivía como servicio a la voluntad de Dios y a la misión de Cristo. Su ejemplo ilumina y da sentido al trabajo de tantas personas que realizan sus labores diarias exclusivamente entre las paredes del hogar y también fuera del hogar, en tareas sencillas, ocultas, a veces repetitivas, con poca visibilidad social, y que no se suelen apreciar suficientemente, pero que si se llenan de amor, son de gran importancia para la Iglesia y para el mundo.
Todos aquellos años de vida oculta y sencilla en Nazaret revelan la fuerza del amor auténtico, de la oración, de la vida ofrecida por entero a Dios, de la búsqueda del cumplimiento de su voluntad. El trabajo oculto, pero lleno de amor, encierra un valor extraordinario a los ojos del Señor. No podemos pensar que la vida en Nazaret era monótona y aburrida. La presencia de Jesús llenaba enteramente aquel hogar. En el contacto con José y con Jesús, que iba creciendo, María iba penetrando en aquel misterio. San Lucas relata que «Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). Dice también que «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19; cf. 2, 51). Cada día, compartido con Jesús, se convertía en una invitación a descubrir más profundamente el misterio de su persona.
El Señor enaltece a los humildes, el Señor ha mirado la humildad de María. Contemplemos hoy el misterio de la vida oculta de Jesús, María y José. Pidamos al Señor sensatez y realismo; pidamos la virtud de la humildad. Nuestra vida tiene etapas de visibilidad y etapas de discreción, de vida oculta. Lo importante es que Cristo está presente y la llena de esperanza, la llena de luz. Nuestra vida es eficaz y fructífera si estamos unidos a él, si llenamos de amor todos los momentos, todos los espacios, todos los detalles. Nuestra Señora de los Reyes nos enseña el camino. Así sea.
[1] Cf. TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, II-II, 161, 6.
[2] TERESA DE JESÚS, Las Moradas, Moradas Sextas, 10, 7.
[3] Cf. PAPA FRANCISCO, Ángelus, 8 de diciembre de 2021.
+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla