Homilía de mons. José Ángel Saiz en el último día de la novena a la Virgen de los Reyes (14-08-2022)

Homilía de mons. José Ángel Saiz en el último día de la novena a la Virgen de los Reyes (14-08-2022)

Solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora.  María, Madre de la unidad

 Saludos. Queridos hermanos y hermanas que participáis en esta celebración: Señor Deán Presidente y miembros del Cabildo Catedral; sacerdotes, diáconos, miembros de la vida consagrada; Asociación Virgen de los Reyes y San Fernando; hermanos y hermanas presentes, y también un cordial saludo a quienes estáis participando en la Novena a través del canal youtube de la Catedral. Día noveno y último de nuestra Novena, en esta tarde en que celebramos ya la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María.

Después de la Ascensión de Jesús al cielo, los apóstoles «perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús, y con sus hermanos» (Hch 1,14). A la espera de Pentecostés, la Madre de Jesús está presente en los primeros pasos de la Iglesia. Ella recuerda a los discípulos el rostro de Jesús, es la memoria viva del Maestro, la Madre cercana y paciente que les explica las maravillas que Dios obró en ella, y que comparte el tesoro de tantos detalles y enseñanzas de Jesús, de tantos recuerdos. Desde el principio ejerce de Madre de la Iglesia ayudándoles a permanecer unidos y a prepararse para recibir el Espíritu Santo. Veinte siglos después, nos seguimos encomendando a ella para que nos ayude a llegar a la unidad plena. Así como la presencia de María mantenía unidos a los apóstoles, del mismo modo le encomendamos hoy la comunión plena entre los creyentes en Cristo.

Una de las características fundamentales del Concilio Vaticano II es la eclesiología de comunión. Al centrar la teología del misterio de la Iglesia en la noción de comunión, el Concilio ha reavivado un pensamiento perenne en la tradición cristiana. San Juan Pablo II recogió el legado del Concilio y del postconcilio, y al iniciar el tercer milenio, en la Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, propuso la espiritualidad de comunión como alma de la comunidad eclesial y como principio educativo para llevar a cabo la misión pastoral de la Iglesia en el nuevo milenio[1].

La comunión se vive a través de una triple mirada: a la Trinidad Santísima, fuente y origen; a la Iglesia, familia de la que formamos parte; y, en tercer lugar, a sus personas, estructuras, y misión evangelizadora. El misterio de la Santísima Trinidad es el centro de nuestra fe. Es un misterio que sobrepasa las posibilidades humanas de comprensión, pero Dios mismo ha salido al encuentro del ser humano para revelarse, para darse a conocer a través de gestos y palabras como Padre, Hijo y Espíritu Santo, Unidad en la Trinidad, comunión eterna de amor y vida, inefable comunión de Personas.

Dios Padre es el Principio de todo, es el Eterno, la Vida, la Misericordia misma, el Santo; pero no encerrado en sí mismo, sino que se abre infinitamente a su Hijo eterno, que nos ha hecho partícipes de su condición de Amado del Padre. Esta realidad significa que el ser humano es divinizado, porque participa de la vida del Padre. La buena nueva del Evangelio consiste en que somos hijos de Dios. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, habita en nosotros como en un templo, y actúa en nuestra vida. Es la tercera Persona de la Santísima Trinidad.

La comunión se vive desde la conciencia de Iglesia. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo. La imagen del cuerpo expresa la solidaridad entre los miembros, la necesidad de que cada miembro cumpla su misión específica, la cooperación imprescindible dentro de la unidad del conjunto buscando el bien común. La espiritualidad de comunión comporta ofrecer al hermano una verdadera amistad, que será más fuerte desde la unión mutua en Cristo

Eso significa ver, acoger y valorar lo que hay de positivo en el otro, como un regalo de Dios para mí. Se trata de estar atentos los unos a los otros, de tomar conciencia de los demás, porque estamos llamados a vivir en fraternidad. Mirar a cada persona concreta como nos imaginamos que la mira Dios. La mirada de Jesús a Zaqueo reavivó su esperanza, y le llevó a la conversión del corazón. A Pedro fue una mirada dolorida, pero sobre todo compasiva, una llamada a levantarse. Para la mujer sorprendida en adulterio significó devolverle su dignidad. La mirada desde la cruz fue de entrega total, de amor y de perdón.

La comunión lleva a dar espacio al hermano, a llevar la carga de los otros y rechazar las tentaciones egoístas. Dar espacio al otro significa aceptarlo como es, situarse ante él con la palabra y la acción oportunas en cada momento. Comporta también respetar su forma de ser y apoyarle siempre; respetar su libertad y no intentar controlarle; escuchar y ponerse en su lugar para comprender y evitar juicios. Implica, además, no excluir a nadie en función de simpatías y antipatías, de filias y fobias. Es un camino que requiere espíritu de servicio y de sacrificio, y para ello hay que poner en práctica el diálogo y el discernimiento. Llevar mutuamente la carga significa construir el edifico de la caridad rechazando todo tipo de egoísmo, y ser muy conscientes de que quien mantiene todo el peso del edificio es Cristo.

La Archidiócesis, las parroquias, realidades eclesiales, movimientos, hermandades, comunidades religiosas, etc., todos estamos llamados a ser, en el seno de la Iglesia, casa y escuela de comunión, de santidad y de apostolado. Cada diocesano ha de vivir la comunión en su relación con los demás, y del mismo espíritu se han de impregnar todos los ámbitos y estructuras. Las estructuras de servicio y los ámbitos de comunión han de facilitar verdaderamente las relaciones personales en clima de comunión eclesial. Nos ayudarán en todo momento la oración, el diálogo y el discernimiento, desde una actitud de escucha por parte de todos.

Ahora bien, es preciso que tengamos la conciencia clara de que se trata de una gracia de Dios que hemos de pedir con humildad de corazón. No consiste en un proyecto o estrategia cuyo fruto dependa de nosotros; es, sobre todo, un don de Dios, al que hemos de aportar nuestra humilde colaboración. Llegar a esa conciencia sólo es posible desde una vida teologal, de fe, esperanza y caridad, que se sustenta en la oración, en la Palabra de Dios y en los Sacramentos, y en la humildad. También se necesita una clara y viva conciencia de pertenencia a la Iglesia. Amar a la Iglesia y defenderla en todo momento. Vivir una amistad profunda y verdadera, compartiendo alegrías y penas, ilusiones y necesidades, oración, formación y trabajos apostólicos. En definitiva, compartir la vida entera.

Familia diocesana de Sevilla: En el próximo curso comenzaremos un nuevo Plan Pastoral para los próximos cinco años. En Sevilla hay muchas energías espirituales, mucha gracia de Dios, mucho amor a Cristo y a María Santísima, mucha fuerza pastoral. Pero hemos de trabajar muy unidos. Si somos capaces de vivir en comunión con Dios, en comunión y sinodalidad eclesial, Dios hará grandes maravillas a pesar de nuestra pobreza y pequeñez. Es imprescindible que tomemos a María, Nuestra Señora de los Reyes, como Madre y Maestra de unidad. Ella mantuvo unánimes a los apóstoles en la Iglesia naciente y nos enseña a vivir en comunión con Dios y en comunión fraterna para dar un fruto abundante y duradero. Aquí y ahora se lo pedimos con fe: Virgen de los Reyes, Madre nuestra, nos encomendamos a ti y te pedimos que nos mantengas unidos para que nuestro trabajo pastoral tenga toda la eficacia que el Señor nos quiere conceder. Así sea.

[1] Cf. SAN JUAN PABLO II, Novo Millennio Ineunte, 43.

+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla 


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