Misa Crismal 2023 | «Ésta es nuestra vida, éste es el testimonio que estamos llamados a ofrecer»
Un año más celebramos la Misa Crismal, en la que se reúnen los presbíteros con su obispo en torno al altar. En ella se bendicen los aceites y se consagra el crisma, que servirán para ungir a los catecúmenos, para confortar a los enfermos y para conferir la Confirmación y el Orden sagrado. En esta celebración también renovaremos las promesas sacerdotales, nuestra consagración y servicio a Cristo y a la Iglesia. Queridos hermanos presentes en esta celebración: arzobispo emérito, obispos auxiliares electos, vicario judicial, vicarios episcopales, secretario general, arciprestes, delegados, presbíteros y diáconos, miembros de la vida consagrada, miembros del laicado.
Diversas circunstancias eclesiales confluyen en la celebración de la Misa Crismal de este año. El pasado sábado se hacía público que el Santo Padre Francisco ha nombrado dos Obispos Auxiliares para la archidiócesis de Sevilla; por otra parte, nos ha convocado a la Jornada Mundial de la Juventud, que tendrá lugar en Lisboa del 1 al 6 de agosto de este año; asimismo, nos ha convocado a la XVI Asamblea General de los Obispos el próximo mes de octubre «por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión». San Juan Pablo II, en la carta apostólica Novo Millennio Ineunte, propuso la espiritualidad de comunión como alma de la comunidad eclesial y como principio educativo para llevar a cabo la misión pastoral de la Iglesia en el nuevo milenio. El Papa Francisco insiste en que «el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio». Por último, el 27 de noviembre pasado, Primer Domingo de Adviento, tuvo lugar la presentación del Plan Pastoral Diocesano 2022-2027.
El nuevo Plan Pastoral y la Carta Pastoral que lo acompañaba reflejan bien que nuestra vida y ministerio se desarrollan en un ambiente no exento de dificultades; vivimos inmersos en una cultura dominante relativista y subjetivista, recibimos el impacto constante de los medios de comunicación y las nuevas tecnologías; somos testigos de la precariedad y la pobreza en la que viven muchas familias; constatamos un creciente empobrecimiento espiritual de nuestros coetáneos, y también la falta de firmeza y consistencia, la liquidez del sujeto posmoderno y de nuestra sociedad. A la vez, podemos comprobar aspectos positivos y esperanzadores como la búsqueda de sentido y de respuestas por parte de muchas personas, la presencia de numerosas iniciativas de solidaridad, una mayor conciencia ecológica, o el fenómeno del voluntariado, cada vez más presente en nuestro mundo.
Las dificultades del momento actual podrían llevarnos al desánimo o la desesperanza, pero, por el contrario, deben ser ocasión para fijar más que nunca la mirada en Jesucristo, porque en él encontramos el consuelo y la fortaleza. De hecho, en todo momento debemos centrar y recentrar nuestra vida en Jesucristo, ya sea a través de la contemplación y la oración, cuando se hacen presentes la cruz y el sufrimiento, o en el trabajo pastoral habitual. Nos ayuda recordar el episodio de la tormenta calmada en el Mar de Galilea (cf. Mt 8, 23-27). El texto es de sobras conocido: Hallándose en la barca, de repente se levanta una gran tormenta en el lago, hasta el punto de que las olas cubrían la embarcación. Los apóstoles, llenos de miedo y desconcertados, despiertan a Jesús, que dormía, y le dicen: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!». Entonces Jesús se levanta, increpa a los vientos y al mar, y sigue una gran calma.
En este episodio el mar simboliza la vida presente y la inestabilidad del mundo visible; la tormenta representa todo tipo de tribulaciones y dificultades que oprimen al ser humano. La barca se convierte en imagen de la Iglesia edificada sobre Cristo y guiada por los Apóstoles. En ese momento están abandonados a sí mismos, expuestos a las fuerzas exteriores adversas, a los elementos de la naturaleza y también a los elementos interiores de la fatiga, el miedo y la desconfianza. Tienen más conciencia de la presencia de las dificultades y los peligros que de la presencia de Jesús, que está con ellos en la barca, aunque esté dormido.
Jesús les devuelve la serenidad, y antes de calmar la tormenta les dirá: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?». Les enseña, y nos enseña a nosotros a soportar con valentía las adversidades de la vida, desde la actitud de confianza en Dios. Si vivimos de un modo egocéntrico y narcisista, sólo pensando en nosotros mismos, o nos acomodamos a un estilo disperso y superficial, podemos acabar en manos de los vientos y las olas que cubren la barca de la vida y de la Iglesia, y difícilmente los podremos superar. El Señor nos dice: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20). Él está presente en nuestra vida, camina con nosotros, pero necesitamos ser conscientes de su presencia. La oración, la meditación de la Palabra de Dios, la celebración de los Sacramentos, particularmente la Eucaristía, nos ayudan a centrar la vida en Cristo, y a avanzar sin miedo, porque él es el Señor de los elementos, el Señor de la Historia.
También nos ayuda, en medio de las preocupaciones y ansiedades, tener muy presente el Salmo 15, que expresa bien la esencia de nuestra vida: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad». Cuando el pueblo de Israel llega a la tierra prometida y se procede al reparto de tierras entre las distintas tribus, cada una de ellas obtiene por sorteo su lote y así participa en el gran don que Dios había prometido. Sólo la tribu de Leví no recibe lote alguno, porque el Señor debe ser su porción y su heredad.
Los sacerdotes no vivían del trabajo de la tierra, sino de la participación en los bienes que se ofrecían a Dios, de los cuales recibían una parte como encargados del servicio divino. Su vida, por tanto, dependía del Señor y hacia él se orientaba. Dios era lo único que les garantizaba la existencia. Pero reparemos en que la afirmación tiene un sentido más profundo: Significa que Dios mismo es el verdadero fundamento de la vida del sacerdote, la raíz de su existencia. Ésta es la explicación de lo que significa nuestra misión sacerdotal, en comunión con Jesús mismo. También nosotros decimos que el Señor es nuestra porción, nuestra heredad, que el fundamento de nuestra existencia es Dios mismo.
Ésta es nuestra vida, éste es el testimonio que estamos llamados a ofrecer en una sociedad tan materialista, tan utilitarista. Nuestra misión principal consiste en llevar a Dios a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Para ello, debemos ser hombres de Dios, porque sólo podemos cumplir esta misión si vivimos arraigados, cimentados en Él. Éste es el servicio principal que la humanidad necesita hoy. Si nuestra vida sacerdotal pierde esta centralidad de Dios, si Él deja de ser nuestra heredad, nuestro auténtico tesoro, corre el peligro de vaciarse de contenido y de sentido, y no habrá cargos, ni nóminas, ni honores capaces de llenar ese vacío. Estamos llamados a ser hombres de Dios, amigos del Señor Jesús, que aman a la Iglesia, que se entregan hasta dar la vida por la salvación de los hombres.
Queridos hermanos presentes en esta celebración: damos gracias al Señor por participar del único sacerdocio de Cristo; oremos por los sacerdotes y por las vocaciones sacerdotales. También hoy damos especialmente gracias a nuestros sacerdotes por su trabajo pastoral, por su entrega generosa, por la fidelidad incondicional y la alegría que llena su vida en medio de situaciones no siempre fáciles, que son verdaderos retos y oportunidades para vivir el ministerio. Que María, Virgen de los Reyes, Madre y Maestra de los sacerdotes nos acompañe siempre e interceda por nuestra santificación. Así sea.
+ José Ángel Saiz Meneses, Arzobispo de Sevilla