Mons. Ramón Valdivia: «Quiero tener presente a la Iglesia y a los pastores que sufren la persecución y el martirio»
Texto íntegro del discurso de acción de gracias de monseñor Ramón Valdivia al término de la ceremonia de ordenación epiascopal celebrada en la catedral de Sevilla:
“Como el Padre me ha amado, así os he amado yo”. Me conmuevo al pensar que estas sean las primeras palabras que os dirija como Obispo auxiliar.
Sois testigos de cómo la Iglesia, a través de estos ritos, nos ha consagrado para su servicio, para que seamos vuestros pastores. Mientras pedíais a la Iglesia del Cielo la gracia de Cristo, me postraba por tierra, reconociendo mi pobreza y debilidad. Pero Él es más potente que mi indignidad, y me permite decirle con toda verdad: ¡Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero! Gracias, Trinidad insondable, por haberme elegido de entre vosotros y para vosotros, para que, en este ministerio, no baste solo mi respuesta a Su gracia, sino la compañía de cada uno de vosotros, que sois Su cuerpo. Por eso nos repite: ¡A vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer!
Ese amor del Padre y del Hijo revela que mi primera misión no es otra que la de secundar Su iniciativa en la nueva comunidad en la que Él me ha insertado, la comunión con Vd., Sr. arzobispo y con D. Teodoro, como la expresión más concreta y cercana del colegio episcopal, sub Petro et cum Petro. Gracias a los dos por vuestra acogida, y por favor, tened paciencia conmigo.
Transmita, Sr. Nuncio, mi gratitud al Santo Padre Francisco, por la confianza que ha depositado en mí, para que participe en esta comunión que se extiende más allá de las limitaciones geográficas de nuestra archidiócesis, como muestra la presencia de D. José Mazuelos, obispo de Canarias, y la de los señores arzobispos y obispos venidos de otros lugares. Gracias por vuestra afectuosa recepción en el Colegio episcopal, también expresada por la oración de aquellos que hoy no pueden estar aquí, como la de nuestro querido D. Juan José Asenjo.
La misión de servir como autoridad en la Iglesia la cumplió Jesucristo dando la vida por sus amigos. Como yo solo no puedo, durante esta hermosa celebración, he tenido a mi lado, a quienes me han acompañado y sostenido, entre otros, en mi camino sacerdotal: D. Manuel Palma y D. Patricio Gómez. Juntos hemos comprobado cómo es verdad que no hay mayor gozo que dar la vida por los amigos. Ahora, el Señor extiende esta amistad a todos vosotros, a mis hermanos sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, miembros de la Vida Consagrada, a los laicos, ¡a toda la Archidiócesis! Os quiero servir con la humildad de quien reconoce que el fruto del officium amoris, que diría san Agustín, es desproporcionado, como el ciento por uno.
Prueba de ello, es veros a todos vosotros, como otra muestra del amor de Dios que quiero agradecer, especialmente a mi familia más cercana, ¡gracias, mamá!; a mis amigos, a los paisanos y feligreses de mi parroquia de Ntra. Sra. de la Asunción de Osuna; a los amigos de la universidad y de Comunión y Liberación; a mis compañeros de seminario que fuimos ordenados en este mismo altar de manos de Fray Carlos Amigo; a mis primeros feligreses de la Motilla, a mi querida Mairena del Alcor; a los seminaristas que hoy son sacerdotes, y a los seminaristas que perseveran, a pesar de mis clases. A aquellos con los que hemos construido la Facultad de Teología San Isidoro de Sevilla; a mis compañeros del CEU Cardenal Spínola; al Excmo. Cabildo Catedral, gracias por la organización de esta celebración; y de un modo especial, a toda la parroquia de San Roque, a la que debo tanto…; y a las demás instituciones eclesiásticas, civiles, militares y académicas. A todos, gracias por vuestra presencia y por el afecto manifestado en estos días previos a esta consagración.
Nuestra Iglesia no cabe entre estos hermosos muros, por eso, mi oficio pastoral de amar quiere alcanzar también a los misioneros, expandidos por todo el orbe, según el mandato pascual del Señor. Desde aquí quisiera abrazar a amigos que están en República Dominicana, en El Salvador y Guatemala, en Ecuador, en Perú, en Rusia, en Chile, también en Malawi, y en Francia, Bélgica o Luxemburgo.
Quiero tener presente a la Iglesia y a los pastores que sufren la persecución y el martirio, también en nuestros días. ¡En ese silencio clamoroso, sus piedras vivas están gritando el bendito nombre de Dios! ¡Gracias por vuestro sufrimiento ofrecido con amor, que fortalece nuestra fidelidad! Pido, en este momento, el Espíritu consolador para quienes sufren, lloran, están desnudos y hambrientos, presos, en soledad o enfermedad. Tengan la certeza de que Dios les cuenta entre los suyos, de que Dios los ama. Para ellos, preferentemente, me pide la Iglesia que me entregue, a ejemplo de Jesucristo, Buen Pastor.
La misión recibida tampoco se mengua por alta que sea la torre de la Giralda, sino que se eleva también al Cielo, meta deseada también por este nuevo obispo para su padre, Manuel, y por nuestros difuntos, que esperan la resurrección de la carne.
Finalmente, invoco la protección Santa María, la Virgen, la audacia de los mártires y la cercanía de los santos y beatos hispalenses, para que me ayuden a ser fiel, de modo que, como dijo san Pablo: “por mi vida o por mi muerte, que Cristo sea glorificado en mi cuerpo” (Flp 1, 20).