Orientale Lumen| La formación de los cinco primeros patriarcados: la Pentarquía (I)
En el artículo anterior identificamos las cinco grandes áreas geográfico-culturales del Imperio romano más próximas a Palestina – desde cuya “capital”, Jerusalén, comenzó el anuncio y la predicación de Jesucristo – en las que, como es natural, primero se expandió y arraigó la fe cristiana. Y dijimos que será en esas áreas donde se fragüen las cinco grandes tradiciones eclesiales a partir de las cuales se formarán las distintas Iglesias orientales. Pero antes de poner nombre a esas tradiciones y, previamente a ello, de explicar qué se entiende por “tradición eclesial”, el artículo de hoy y el próximo los dedicaremos a un hecho que está en íntima relación con ellas: el surgimiento de los grandes patriarcados.
Al enumerar – en el artículo anterior – las cinco áreas geográfico-culturales a las que nos hemos referido en la “entradilla”, indicamos también, en el caso de las tres primeras (la provincia de Siria, la de Egipto y Asia Menor), sus capitales: respectivamente Antioquía, Alejandría y Bizancio/Constantinopla.
Era lógico que fuera en las ciudades más grandes e importantes del Imperio donde las comunidades cristianas llegaran a ser más numerosas, hubiera más clero, se establecieran sedes episcopales (es decir, con la presencia de un obispo) – convirtiéndose así en centros de autoridad de los que dependían las otras comunidades cristianas existentes en sus territorios circundantes – y, por consiguiente, en las que se desarrollara una organización más elaborada mediante la creación de estructuras pastorales y de administración. Este proceso, que se verificó en la formación e institución de las diócesis de los primeros siglos, asumiría un desarrollo peculiar en el caso de Antioquía, Alejandría y Constantinopla, que llegarían a ser tan importantes que acabarían convirtiéndose – juntamente con Jerusalén, aunque por otro motivo, y Roma, en Occidente – en sedes de los primeros patriarcados de la historia de la Iglesia. Cinco patriarcados – de ahí el nombre de “Pentarquía” (= el gobierno de los cinco) – de los cuales cuatro estaban en Oriente.
En ese proceso de configuración de la Pentarquía desempeñan un papel fundamental los cánones 6 y 7 del Concilio I de Nicea (año 325) y el canon 3 del Concilio I de Constantinopla (año 381).
Los patriarcados, desde el punto de vista de la eclesiología (disciplina de la teología que se ocupa del estudio de la naturaleza y misión de la Iglesia en el designio salvífico de Dios), constituyen la más completa y elevada expresión de la Iglesia en la Antigüedad cristiana. Abarcaban extensísimos territorios – de hecho, como se puede comprobar en el mapa adjunto, casi todo el mundo cristiano de aquel tiempo estaba distribuido entre ellos – cuya homogeneidad era proporcionada precisamente por la pertenencia a una misma y específica tradición eclesial.
A la cabeza del patriarcado, y como obispo de la sede del mismo, se sitúa el patriarca, que, desde el punto de vista canónico (= legislación eclesiástica), es la máxima autoridad en su Iglesia y bajo el cual están todos los obispos de la misma. Sin embargo, el patriarca ejerce normalmente su autoridad de manera sinodal, es decir, en comunión y corresponsabilidad con los demás obispos de su Iglesia. Del mismo modo, y aunque desde los comienzos del cristianismo todas las Iglesias reconocieron una primacía espiritual y moral al obispo de la Iglesia de Roma – germen de lo que será el Papado –, por ser el sucesor de san Pedro – a quien Jesús había constituido “roca” de la Iglesia y otorgado el “poder de las llaves” – no es menos cierto que a propósito de las cuestiones más importantes, sobre todo en materia de doctrina de la fe, se requería el consenso de los cinco patriarcas (para que ahora vengan a vendernos un sucedáneo de sinodalidad como una novedad en la Iglesia).
Miguel Ángel Sánchez
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