Homilía del Domingo de Ramos (24-03-2024)
Catedral de Sevilla
“¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel!”. El domingo de Ramos comienza la celebración de la Semana Santa. Es un itinerario espiritual que estamos llamados a vivir con toda la profundidad e intensidad de nuestra fe. Lo iniciamos hoy acompañando al Señor en su subida a Jerusalén y le aclamamos como aquella multitud que gritaba: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel! ¡Hosanna en el cielo!” La bendición de las palmas y la procesión nos recuerda la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén y aquella acogida entusiasmada que tuvo por parte de la gente buena y sencilla. Nosotros actualizamos aquel evento y también aclamamos y acompañamos al Señor con sentimientos de entusiasmo y de alegría.
Jesús es aclamado como Mesías al entrar en Jerusalén, pero llevará a cabo su mesianismo por el camino del servicio, de la entrega hasta dar la vida, de la inmolación de sí mismo en la cruz. Así lo hemos contemplado desde el inicio de la Cuaresma. La celebración del domingo de Ramos contiene dos elementos contrapuestos entre sí: la acogida entusiasta de Jesús en Jerusalén, y el drama de la Pasión, el Hosanna festivo y el grito de ¡crucifícalo!; la entrada triunfal y la muerte en la cruz. En nuestra celebración coinciden los sentimientos de alegría rememorando su entrada triunfal en Jerusalén y el dramatismo de la lectura de la Pasión.
“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”. Al acoger a Jesús, Jerusalén se llena de alegría; es la ciudad de David, la ciudad de los profetas; es la ciudad de la paz, que a lo largo de los siglos ha pasado por episodios de violencia, de guerra y deportación. Es símbolo de la misma humanidad. Hoy, celebramos la entrada en Jerusalén de Jesús, el Rey de la paz. El mundo entero ha de ser renovado, y así, en un mundo que se rige habitualmente por el deseo de riqueza, de poder y de placer, él viene a instaurar un Reino de verdad, de amor, de paz, de justicia, de fraternidad. Los niños y los jóvenes de Jerusalén salieron al encuentro del Señor aclamando y agitando con júbilo ramos de olivo y de palmas. Nosotros hoy acogemos con fe y con júbilo a Cristo, que es el Rey de nuestra vida.
Hoy abrimos la puerta de la Semana Santa. En los próximos días centraremos nuestra mirada en la conmemoración de aquel momento en el que Jesús instituyó la Eucaristía, el memorial de su pasión, muerte y resurrección; estaremos atentos a cada detalle de su camino hacia la cruz, y celebraremos el gozo, la plenitud y la belleza de la Resurrección. Cada uno de los días que vienen está cargado de salvación, de misterio, de sentido, de espiritualidad, de vida nueva. Procuremos vivirlos con atención, con profundidad, contemplando el amor inmenso de Dios a cada uno de nosotros, que se manifiesta especialmente en la Cruz, expresión de un amor inefable que vence para siempre el pecado y la muerte.
Hemos escuchado la narración de la Pasión del Señor según san Marcos. En ella está la descripción completa de los acontecimientos que se irán sucediendo en el curso de esta semana. Aunque sepamos casi de memoria el relato, siempre que los volvemos a leer, a escuchar, a meditar, encontraremos algo nuevo, porque el Señor hace nuevas todas las cosas, y siempre nos sorprende. Por eso estos días hemos de leer y releer los textos que la liturgia nos va presentando, dejando que vayan empapando el corazón y el entendimiento.
Jesús viene a Jerusalén para que se cumplan en El las profecías sobre el Siervo de Yahvé, el descendiente de David; se cumple la aclamación gozosa del pueblo sencillo, pero después será sometido a la prueba más terrible: “al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere»”. Llevará a cabo la obra de la salvación mediante la obediencia hasta la muerte, mediante la cruz, para realizar un misterio grande, un designio eterno de amor. Esta es la verdadera figura del Mesías, del Ungido, del Hijo de Dios, del Siervo de Yahvé, la de Jesús, que entra en Jerusalén, y es aclamado por la multitud.
San Pablo es el mensajero de la Cruz de Jesucristo. La cruz y la resurrección son dos aspectos esenciales en su mensaje. Este misterio tiene una dimensión universal, ya que Jesucristo dio la vida por todos, y también una dimensión subjetiva y personal, puesto que murió por cada uno de los redimidos. Desde la contemplación de la cruz percibimos el inmenso amor de Dios. Un amor infinito, encarnado en la actuación misericordiosa de Jesús, que alcanza en la cruz su máxima realización. Lo que da valor redentor a la muerte en cruz de Cristo es sobre todo el amor inmenso de Dios que no se detiene ante el sufrimiento extremo. Lo que salva a la humanidad es el amor infinito de Dios, expresado en esa muerte.
En estos días santos, hagamos el ejercicio de subir hasta el Calvario, y permanecer junto a Jesús. María santísima, que al pie de la cruz nos fue dada como madre en el apóstol san Juan será la maestra que nos enseñe, que nos lleve de la mano. Antes de morir nos la dio como madre en el Apóstol san Juan: «Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19, 27). Aceptando este testamento de amor, él la acogió a María en su casa, es decir, la acogió en su vida, compartiendo con ella una cercanía espiritual completamente nueva. Jesús nos dirige de nuevo, en esta Semana Santa, estas palabras a cada uno de nosotros, y nos pide que la acojamos como madre, en nuestra casa, en nuestro corazón, en nuestra vida.
De su mano nos disponemos a vivir estos días santos. Así sea.