Homilía de la Misa Crismal (26-03-2024)

Homilía de la Misa Crismal (26-03-2024)

Catedral de Sevilla

Lecturas: Is 61,1-3a.8b-9; Sal 88,21-22.25.27; Ap 1,5-8; Lc 4,16-21

Un año más celebramos la Misa Crismal, en la que se reúnen los presbíteros con su Obispo en torno al altar. Hoy recordamos especialmente aquel momento en el que por la imposición de las manos del Obispo y la oración consecratoria, fuimos introducidos en el sacerdocio de Jesucristo. Queridos obispos auxiliares, vicario judicial, vicarios episcopales, secretario general, arciprestes, delegados, presbíteros y diáconos, miembros de la vida consagrada, miembros del laicado. Hoy bendecimos los óleos y consagramos el crisma, que servirán para ungir a los catecúmenos, para confortar a los enfermos y para conferir el Bautismo, la Confirmación y el Orden sagrado. En esta celebración también renovaremos las promesas sacerdotales, nuestra consagración y servicio a Cristo y a la Iglesia.

«El Espíritu del Señor, Dios, está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados» (Is 61, 1). Hoy elevamos nuestra mirada al Padre, que constituyó a su Hijo único Pontífice de la Alianza nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo; elevamos nuestra mirada a Cristo, que ha conferido el sacerdocio real a todo su pueblo santo, y ha elegido a unos hombres de este pueblo para que participen de su sagrada misión. Estos elegidos y consagrados somos nosotros, sus sacerdotes. En esta celebración recordamos el gran don del sacerdocio, el don del Señor a su Iglesia y, en particular, a cada uno de nosotros.

Dar la buena noticia a los pobres y curar los corazones desgarrados. No son las tareas propias de una correcta gestión administrativa, o de una organización meticulosa y eficaz; no son tareas circunscritas al ámbito externo. Se trata de labores más complejas y delicadas, que requieren una disposición concreta del corazón, que implican salir al encuentro de los demás y compadecerse, conmoverse ante el hermano necesitado, ante el hermano caído al borde del camino. En nuestro día a día pastoral compartimos la alegría de las familias en los Bautizos, en las Primeras Comuniones, en las Confirmaciones, en los Matrimonios; nos llena de gozo acompañar a las personas que maduran en su vida de fe; ayudamos a los necesitados en todos los sentidos; escuchamos y compadecemos los corazones desgarrados por la dureza de la vida, ofreciéndoles bálsamo para sus heridas. Ojalá podamos llegar a decir como san Pablo: “me he hecho todo para todos, para ganar, sea como sea, a algunos. Y todo lo hago por causa del Evangelio” (I Cor 9, 22-23).

El ejercicio de nuestro ministerio no está exento de dificultades, y también se hacen presentes el cansancio y el desánimo. Sobre ello nos alertaba el Papa Francisco en la exhortación apostólica Evangelii gaudium: el exceso de actividades, o las actividades mal planteadas, sin las motivaciones convenientes, sin una espiritualidad que impregne toda la acción. De ahí que, en ocasiones, las tareas cansen más de lo razonable o pueda llegar el desánimo. El desánimo llega por querer realizar proyectos imposibles, o por no conformarnos con las propias limitaciones, o por no medir bien nuestras fuerzas ante las dificultades del momento presente; o por apegarnos a proyectos que no son realistas, o buscan el interés personal. También corremos el riesgo de perder el contacto real con el pueblo fiel, prestando más atención a la organización que a las personas concretas, o dejándonos llevar por la impaciencia en lugar de saber esperar y acompañar el ritmo de cada uno (cf. EG 82).

Queridos hermanos: Por la imposición de las manos del Obispo y la oración consecratoria participamos del único sacerdocio de Jesucristo. A través de la consagración sacramental hemos sido configurados a él, y nuestra vida ha quedado especificada por aquellas actitudes de Cristo Buen Pastor, que se resumen en la caridad pastoral. La caridad pastoral es el principio interior y dinámico que unifica las diferentes actividades pastorales de la vida del presbítero. La esencia de la caridad pastoral es la donación total de sí mismo viviendo las actitudes del Señor, imitando su servicio hasta el extremo, la entrega de la propia vida. Nuestro trabajo pastoral es una manifestación de la caridad de Cristo. No se trata sólo de vivir el desprendimiento de los bienes materiales o del propio tiempo; se trata sobre todo de entregar la propia vida. Este debe ser el criterio, la clave determinante de nuestra existencia, de nuestras relaciones con los demás. Por eso el sacerdote más allá de ser una persona correcta, bien educada y agradable en las relaciones humanas, ofrece una palabra siempre profética, y su compromiso comporta una entrega de la vida por Dios y por los hermanos.

La caridad pastoral encuentra su alimento principal y su expresión en la Eucaristía. La celebración de la Eucaristía será el fundamento, la raíz, la cima de nuestra vida sacerdotal, el misterio que llena nuestra existencia porque configurados a Cristo también ofrecemos nuestra vida, que se va transformando. En la Eucaristía encontramos la fuerza que nos llevará a anunciar la Buena Nueva sin desfallecimiento, así como a entregarnos a todos, especialmente a los más pobres y necesitados.

¿Y cómo desarrollar esta labor pastoral? Desde la vivencia de una sintonía profunda con Cristo, el Buen Pastor. En el escenario que nos toca vivir, son numerosas las tareas que hemos de desempeñar, y no son menores los problemas y dificultades, las urgencias, que nos pueden llevar al agobio y la dispersión. Por eso es importante mantener clara la conciencia de que la fuente de la unidad de nuestra vida es Cristo. Sólo desde la unión con él podemos perseverar en la búsqueda de la voluntad del Padre y en la entrega fecunda por el rebaño que se nos ha confiado.

Son tantas las urgencias pastorales del momento presente, que fácilmente caemos en el activismo. Pero no podemos olvidar que Jesús llama a los Apóstoles, en primer lugar, para que estén con Él (cf. Mc 3, 14); y que él mismo quiso dejarnos el testimonio de su oración. Los Evangelios nos presentan con mucha frecuencia a Cristo en oración. Toda su actividad cotidiana procedía de la oración. Hasta el final de su vida, en la última Cena, durante la agonía, en la Cruz, el Señor muestra que la oración animaba su ministerio. Por eso, la prioridad fundamental del sacerdote es su relación personal con Cristo a través de la oración. En el contexto actual es urgente para sacerdotes, miembros de la vida consagrada, así como para el laicado, encontrar el equilibrio y las justas proporciones entre la oración, la formación permanente, el trabajo pastoral, el esparcimiento necesario y el descanso; y también es fundamental para responder a la llamada a la santidad, en cada uno de los estados de vida.

La vivencia de nuestro sacerdocio llena las 24 horas del día, toda la existencia, como un don total a Dios y a los hermanos, como una ofrenda agradable al Padre; siguiendo el ejemplo de Jesús, que entrega su vida en la cruz para la salvación del mundo, que «no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 45). Doy gracias a Dios por nuestra familia diocesana y por la familia de nuestro presbiterio. Gracias, hermanos sacerdotes, por vuestro trabajo pastoral en este tiempo tan difícil como apasionante, gracias por vuestra entrega generosa. Pedimos a María santísima, Nuestra Señora de los Reyes, que nos proteja y que interceda por nuestra familia diocesana. Ella se mantuvo fiel hasta el final, y nos ayuda a renovar cada día nuestro ministerio sacerdotal. Así sea.

 


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