Homilía en la Fiesta de san Josemaría Escrivá de Balaguer

Homilía en la Fiesta de san Josemaría Escrivá de Balaguer

Catedral de Sevilla. 26 de junio de 2024.

Lecturas: Gen 2, 4b-9, 15; Rom 8, 14-17; Lc 5, 1-11.

Saludos al Vicario para la Delegación del Opus Dei en Andalucía Occidental y Extremadura, sacerdotes concelebrantes, hermanos y hermanas presentes en esta celebración. Nos reunimos de nuevo con alegría en nuestra Santa Iglesia Catedral para celebrar nuestra fe y agradecer a Dios el regalo de la santidad en la fiesta de san Josemaría Escrivá de Balaguer, cuya enseñanza y testimonio reavivan nuestro deseo de vivir la santidad en la vida ordinaria, en la familia, en el trabajo, en nuestros ambientes.

El fragmento del Evangelio que hemos escuchado relata aquel pasaje de la vida de Jesús en que después de haber enseñado a la muchedumbre desde la barca de Pedro, le indica que reme mar adentro y eche las redes para pescar. La respuesta del veterano pescador es que habían estado bregando toda la noche sin recoger nada, pero que, por su palabra, echarían las redes. Se produjo entonces tal cantidad de pesca, que fue necesario pedir a los compañeros de la otra barca que les ayudaran, pues corrían peligro de hundirse. Al final de la escena, Pedro se arroja a los pies de Jesús, pide perdón por su incredulidad y se declara un pecador. Jesús entonces, le dice: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”; y entonces ellos, “sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron”.

Contemplamos la llamada a Pedro y a los primeros Apóstoles, y recordamos también nuestra propia vocación, la llamada que cada uno de nosotros ha recibido del Maestro desde el momento del Bautismo; la llamada a la santidad, a vivir en la unión con Cristo y la Iglesia, y la llamada al apostolado, a la evangelización, a anunciar el Evangelio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. San Josemaría nos enseña que la santidad no es algo reservado a unos cuantos privilegiados, sino que se puede vivir en todos los caminos, en todos los estados, en todas las profesiones, en todas las tareas. Las consecuencias de ese mensaje son numerosas, y esta es la experiencia de la Obra a lo largo de su historia.

Esta llamada a la santidad, a la vida en Cristo, forma parte de la esencia del mensaje del evangelio y ha estado presente a lo largo de la historia de la Iglesia, aunque es preciso reconocer que no siempre ha sido presentada con el mismo énfasis y universalidad. El Concilio Vaticano II recogió de forma muy explícita la llamada universal a la santidad en la Iglesia, el hecho de que todos sus miembros están llamados a la perfección. La Constitución Dogmática Lumen Gentium, así lo expresa: «todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según las palabras del Apóstol: ‘Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación’ (1 Ts 4, 3)». Por lo tanto, «todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad». Esa santidad es la misma para todos; cada uno en su género de vida y ocupación concreta, pero todos han de cultivar la misma santidad. Y ese camino de santidad debe recorrerlo cada uno según el don que ha recibido y la misión que le ha sido encomendada.

San Juan Pablo II recordó al iniciar el tercer milenio en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, que el camino pastoral debía situarse en la perspectiva de la santidad, y que la santidad era el fundamento de la programación pastoral que correspondía al iniciar el nuevo milenio. El papa Francisco ha vuelto a ponerla de actualidad con su exhortación apostólica Gaudete et exultate. La perspectiva que nos propone sobre la santidad y la misión de la Iglesia del siglo XXI se puede sintetizar de esta manera: la misión es el impulso más fuerte que puede encontrar la Iglesia para redescubrir su propia santidad y volver a escuchar la vocación a ser más santa.

La santidad como ideal para todo cristiano debe ser el planteamiento fundamental y prioritario. El discípulo de Cristo no puede refugiarse en las limitaciones personales o en las dificultades ambientales para eludir esta llamada. Tampoco sirve la excusa de que, por tratarse de una meta tan extraordinaria, está reservada a unos pocos privilegiados, y resulta inalcanzable para la gran mayoría de cristianos. Tal como insiste san Josemaría, la llamada a la santidad concierne a todos los bautizados y debemos tener la valentía en primer lugar de escucharla y creerla, y después, de proponerla a los demás con convicción y con esperanza.

El camino de santidad se realiza en primer lugar a través de la vida de fe: el cristiano ha de vivir su unión con Cristo por medio de la oración, de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía, y de la escucha de la Palabra de Dios. En segundo lugar, a través de la formación, siempre necesaria para profundizar y dar razón de la fe y de la esperanza. Y, por último, en virtud de una acción apostólica que deriva de la misma naturaleza del ser cristiano y del envío misionero de Jesús. El cristiano es santificado por Dios las 24 horas del día, porque en todo momento vive unido al Señor: en la oración y en el trabajo, en el estudio, en la sana diversión y también en el descanso, porque como dice el salmista: «Dios lo da a sus amigos mientras duermen» (Sal. 127, 2).

La primacía de la gracia es el principio teológico esencial en todo proyecto de vida cristiana y en toda programación pastoral en el seno de la Iglesia. Hay que superar la posible tentación de pensar que los resultados dependen de nuestras capacidades y esfuerzos. El esfuerzo humano es inútil sin la ayuda de Dios: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas» (Sal 127,1). Recordemos también el episodio de la pesca milagrosa que hemos escuchado en la lectura del Evangelio, cuando los discípulos no han recogido nada después de haber estado bregando toda la noche (cf. Lc 5,5). Confiando en la palabra de Jesús, Pedro echa las redes, y se produce la pesca milagrosa. Es el fruto de la humildad y de la fe, de la confianza en el Señor, de la acción de la gracia.

La alegoría de la vid y los sarmientos es particularmente expresiva: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Como la savia fluye desde la raíz y capacita a los sarmientos para dar fruto, así el discípulo que vive en comunión con Cristo, recibe su gracia y da un fruto abundante. La unión con Jesús tiene la promesa de dar mucho fruto, mientras que la separación de él comporta una radical infecundidad.

En el día del Bautismo fuimos injertados en la persona de Cristo y recibimos la vida divina. Sin él no podemos hacer nada, pero unidos a él, con su gracia, con su amor, lo podemos hacer todo, y, en consecuencia, podemos llegar a la santidad. Eso sí, es indispensable permanecer siempre unidos a Cristo, y dejarse podar por el Padre. María Santísima nos acompaña en este camino, así como intercesión de san Josemaría, que inspira el camino de nuestra vida cristiana. Así sea.


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