AÑO JUBILAR DE LA HERMANDAD DE LA ESPERANZA MACARENA
Cincuenta años antes, va a hacer ahora cien años, el 14 de marzo de 1914, había tenido lugar su coronación popular, por iniciativa de la Junta de Gobierno de entonces, que mandó labrar una preciosa corona de oro con las piezas que donaron a la Virgen multitud de devotos. La ceremonia, celebrada en la parroquia de San Gil, tuvo el carácter de oficiosa y privada, a pesar de que en ella estuvo presente el Arzobispo de Sevilla, Cardenal Almaraz Santos, si bien fue el canónigo lectoral, Muñoz y Pabón, quien depositó la corona sobre las sienes de la Virgen, entre el aplauso de la ciudad, la música y la pólvora festiva.
Con mucho gusto dedico mi carta semanal a recordar estos hitos de la historia de la Hermandad de la Macarena. La piedad popular ha meditado a lo largo de los siglos en el quinto misterio glorioso del Rosario “la coronación de la Virgen María como reina y señora de todo lo creado””. La carta apostólica “Rosarium Virginis Mariae” del Papa Juan Pablo II nos introducía en su contemplación con estas palabras: “A esta gloria, que con la ascensión pone a Cristo a la derecha del Padre, es elevada a Ella misma con su asunción a los cielos, anticipando así, por especialísimo privilegio, el destino reservado a todos los justos con la resurrección de la carne”. La contemplación de la coronación de María transporta nuestros corazones hacia las realidades últimas, gozosas y definitivas, de nuestra vida. Ella, como primicia, participa en cuerpo y alma de la gloria de su Hijo. La Iglesia peregrina descubre en Ella su vocación más profunda, que no es otra que participar en el Cielo de la Pascua de su Señor.
La coronación de María como reina y señora de Cielos y Tierra ha sido enseñada por el Concilio Vaticano II como verdad que pertenece a la fe de la Iglesia (LG 59). La tradición ha interpretado siempre como referidas a la Virgen estas palabras del salmo 44: “De pie, a tu derecha, está la reina, enjoyada con oro de Ofir”. El Apocalipsis, por su parte, nos presenta a María como la mujer “vestida de sol, la luna bajo sus pies, coronada con doce estrellas” (12,1). Ambos textos bíblicos tienen su reflejo más hermoso en la iconografía mariana y constituyen el punto de partida del rito litúrgico de las coronaciones de aquellas imágenes de la Virgen que gozan de una extraordinaria veneración por parte de los fieles.
En el Nuevo Testamento la corona expresa la participación en la gloria de Cristo y es signo de santidad. San Pablo espera recibirla en el último día del Juez justo, junto “con todos aquellos que tienen amor a su venida” (2 Tim 4,8). Santiago nos habla de la “corona de la vida” que recibirán aquellos que perseveran firmes en la fe (Sant 1, 12; Apoc 2,10); San Pedro nos asegura que es “la corona de gloria que no se marchita” (1 Ped 5,4); y, de nuevo, San Pablo la presenta como la “corona incorruptible” (1 Cor 9,25), sin parangón con la gloria efímera y los sucedáneos de felicidad de este mundo.
Dios quiera que este año Jubilar sea para todos los miembros de la Hermandad de Ntra. Sra. de la Esperanza Macarena y sus numerosísimos devotos, entre los que me cuento, un verdadero acontecimiento de gracia, que renueve de verdad nuestra vida cristiana y que nos recuerde que nuestra primera obligación como cristiano es aspirar con todas nuestras fuerzas a la santidad, cada uno según su propio estado y condición. María, coronada por Dios Padre en su asunción a los cielos, y por la Iglesia como fruto del amor y del cariño de sus hijos, es el modelo más acabado de colaboración con la gracia y de disponibilidad para acoger y secundar el plan de Dios. En eso consiste precisamente la santidad, a la que ella nos alienta, y para lo contamos con su intercesión poderosa.
La efeméride que celebramos es también una llamada al compromiso evangelizador. La Virgen entregó al mundo al Salvador. Como ella, nosotros estamos obligados a anunciarlo, entregarlo y compartirlo con nuestros hermanos con el aliento de la que es la Estrella de la Nueva Evangelización, como lo llamara Juan Pablo II en el monasterio de la Rábida en 1993. Ella nos acompañará en esta tarea apremiante en nuestra Archidiócesis.
Termino mi carta felicitando de corazón a los macarenos. Para ellos y para todos los devotos de esta advocación entrañable en Sevilla, en España y más allá de nuestras fronteras, mi saludo fraterno y mi bendición.
Juan José Asenjo Pelegrina.
Arzobispo de Sevilla.