A LA VUELTA DEL ROCÍO
Casi un tercio procedían de nuestra Archidiócesis. La valoración de los Obispos, que hemos estado presentes los cuatro días, ha sido altamente positiva, por el interés y participación de los jóvenes en las catequesis, en las celebraciones eucarísticas, en los ratos largos de silencio adorando al Santísimo; por los muchísimos jóvenes que se acercaron al sacramento de la penitencia; por el clima de amistad y fraternidad que disfrutamos en todo momento; y por el ambiente de respeto, buena educación y colaboración que reconocieron espontáneamente las autoridades. Otro tanto podrán decir los propios jóvenes, cuya alegría desbordante fue la tónica general de estos días.
La juventud que acudió al Rocío no seguía a ningún ídolo del rock, ni a ninguno de los mitos efímeros que hoy se presentan a los jóvenes como modelos. En la explanada del Real no existía el señuelo del alcohol, de las drogas o de la libertad sin barreras. Allí se reunió una legión de jóvenes alegres, pacíficos, de mirada limpia, unidos por los vínculos invisibles de la fraternidad que nace de la fe.
Estoy seguro de que las jornadas del Rocío han servido a muchos jóvenes andaluces para descubrir a Jesucristo, camino, verdad y vida de los hombres y fuente de sentido para nuestras vidas, para reencontrarlo en los sacramentos de la penitencia y de la eucaristía, para descubrirlo en los hermanos y en la Iglesia, para robustecer su adhesión al Señor y para dar testimonio de Él en el mundo como miembros activos y responsables de la Iglesia, como pedía el Papa Francisco a los jóvenes en Río.
Bien sé que en Sevilla en los últimos años hemos recorrido un largo camino en el trabajo pastoral con la juventud, una pastoral juvenil seria y enraizada en el Evangelio, que tiene a Jesucristo como centro. Pero no nos podemos engañar ni caer en el triunfalismo. Es evidente que hay otra juventud, desencantada, desesperanzada, con un gran vacío interior, que se conforma con una visión materialista del hombre y de la vida, víctima del paro, del desamor, de la desestructuración familiar, sin el calor de un hogar y, en ocasiones, atrapada en las redes de la droga. Yo animo a los sacerdotes y a los jóvenes de nuestros grupos y movimientos a no contentarse con cultivar a los de casa; les animo a salir al encuentro de estos jóvenes de la periferia para descubrirles que Jesucristo es el camino que verdaderamente libera.
Este sector de la juventud nos interpela también a los adultos, que muchas veces nos rasgamos las vestiduras hipócritamente ante su estilo de vida. A todos nos preocupa la ecología y la contaminación ambiental. Existe, sin embargo, otra contaminación de carácter moral de la que no se habla, de la que los niños y jóvenes no son responsables y sí las víctimas. La responsabilidad en este caso es de los adultos, en cuyas manos están los medios de comunicación, que muchas veces difunden modelos de comportamiento muy alejados de los auténticos valores; en cuyas manos están también los grandes negocios de las drogas y los lugares de diversión de las largas noches de los fines de semana, causa de sufrimiento para tantas familias. No es responsabilidad de los jóvenes el paro que les afecta y que les priva de ejercer el derecho al trabajo.
Invito, pues, a mis lectores a luchar contra la contaminación moral y a trabajar en la formación de los jóvenes. Mi palabra va dirigida a los educadores y a los padres, a quienes invito a asumir con gozo y compromiso su responsabilidad. En este comienzo de curso les invito a inscribir a sus hijos en la clase de Religión. Les ayudará, sin duda, a conocer al Señor, a vivir con intensidad su vida cristiana, a adquirir sólidos principios morales, a ser hombres y mujeres cabales, respetuosos con los demás y abiertos a la solidaridad y al servicio a los demás. Les ayudará incluso a acrecentar su cultura, pues adquirirán muchas claves para interpretar nuestra historia y nuestras manifestaciones artísticas, que no se pueden comprender sin una referencia explícita al cristianismo.
Mi palabra se dirige, por fin, a los sacerdotes. Sé muy bien que el trabajo con los jóvenes es hoy difícil, pero nunca es una siembra estéril, pues antes o después termina dando fruto. Una parroquia sin jóvenes es una parroquia triste y sin esperanza. Por ello, animo a todos los hermanos sacerdotes a crear, con la ayuda de laicos verdaderamente comprometidos, grupos juveniles parroquiales, que propicien la formación de los jóvenes, su encuentro personal con Jesucristo y su inserción en la Iglesia como militantes cristianos y apóstoles.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla