¿Qué es el diaconado permanente? (14-12-2014)
Uno de los hechos más significativos de los tiempos apostólicos es la institución de los siete diáconos. El libro de los Hechos de los Apóstoles nos relata que al crecer el número de los cristianos por la predicación de los Apóstoles, los que eran de lengua griega se quejaron contra los de lengua hebrea porque en el servicio diario no se atendía a sus viudas. Los Apóstoles, no queriendo descuidar la oración y la predicación, que consideraban su misión prioritaria, propusieron la elección de siete varones de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría, para que se encargaran del servicio de la caridad. Fueron presentados Esteban, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás. Los Apóstoles oraron por ellos y les impusieran las manos (Hch 6,1-6).
San Pablo, escribiendo a los filipenses, ya incluye a los diáconos junto con los obispos en su saludo inicial (Flp l, 1). En la primera carta a Timoteo les dirige algunas recomendaciones acerca de su conducta: que sean respetables, sin doblez, ni dados a negocios sucios y que guarden el misterio de la fe con conciencia pura. Al mismo tiempo recomienda a los responsables de su designación que los prueben primero, de tal manera que cuando vean que son intachables, los destinen al ministerio, que ya desde el principio abarca la formación de los catecúmenos y neófitos, la administración de los bienes eclesiásticos y el servicio institucionalizado a los necesitados.
En la antigüedad cristiana el diácono estuvo siempre a disposición del obispo y de los presbíteros, llegando incluso a asumir ciertas funciones de dirección de la comunidad en las zonas rurales. Con san Esteban, en los primeros siglos de la Iglesia, destacan por su ejemplaridad grandes diáconos como san Lorenzo, san Efrén o san Vicente.
Las profundas transformaciones que tienen lugar a partir del siglo V en la organización de la Iglesia hacen que la importancia del diaconado vaya disminuyendo progresivamente, limitando sus funciones al servicio solemne del altar, la administración del bautismo, la proclamación del Evangelio y la predicación. Pierde así su función específica y comienza a verse más como un paso intermedio para acceder al presbiterado.
La restauración del diaconado permanente es uno de los frutos más visibles del Concilio Vaticano II, una auténtica gracia de Dios para su pueblo y un ministerio ordenado que probablemente no ha desplegado todavía todas sus potencialidades en la vida y en la misión de la Iglesia. Como es bien sabido, el diaconado permanente puede ser conferido a hombres casados, según determinación del obispo y con la previa autorización escrita de la esposa.
El diaconado entraña una participación objetiva en el sacramento del orden. La gracia sacramental habilita a quien lo recibe para anunciar el Evangelio, predicar la Palabra de Dios, servir al altar y ejercer el ministerio de la caridad, como afirma la Constitución Lumen Gentium (LG 29). El diácono proclama el Evangelio en la celebración eucarística y lo expone al pueblo. Previamente debe acoger la Palabra, creerla y hacerla vida, sin reduccionismos, sin arrancar páginas ni adulterarla, como pide el apóstol san Pablo a su discípulo Timoteo.
El diácono sirve también al altar con unción y piedad en la celebración de la Eucaristía, corazón de la Iglesia y misterio de nuestra fe. Por ello, debe poner en el primer plano de su vida la Eucaristía, celebrada, contemplada y adorada, sin dejarse llevar por el formalismo o cualquier tipo de protagonismo histriónico en el servicio al altar. En la celebración de la Eucaristía el único protagonista es Cristo, el Señor.
Los diáconos, por fin, se identifican con el servicio a los pobres. Deben ser siempre siervos y servidores, que eso significa diácono, servidores humildes y abnegados de los más pobres, los predilectos del Señor, a imitación de Jesús, que no vino a ser servido sino a servir. Este es el norte de todo ministerio ordenado en la Iglesia: ser servidores abnegados de la comunidad cristiana; ser servidores de los más débiles, de los más despreciados y necesitados, acogiéndoles y cuidándoles con el estilo del Señor. Los pobres deben ser el ambiente cotidiano y objeto de la solicitud sin descanso del diácono. No se entendería un diácono que no se comprometiese en primera persona en la caridad y en la solidaridad hacia los pobres, que de nuevo hoy se multiplican.
Al mismo tiempo que saludo a todos los diáconos permanentes de nuestra Archidiócesis y a sus familias, les agradezco el buen servicio que prestan a la Iglesia y les envío mi abrazo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla