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Domingo II de Cuaresma (ciclo C)

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Evangelio según San Lucas 9,28b-36

 

Unos ocho días después de decir esto, Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar.


Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante.


Y dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén.


Pedro y sus compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él.


Mientras estos se alejaban, Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". El no sabía lo que decía.


Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor.


Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: "Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo".


Y cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo. Los discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron a nadie lo que habían visto.

 

Comentario: Miguel Ángel Garzón

 

Las lecturas del segundo domingo de Cuaresma anticipan la meta hacia donde caminamos, la Pascua. Así, en la primera lectura escuchamos las promesas que Dios da a Abrahán: una descendencia innumerable y una tierra en posesión. El anciano patriarca, casado con una estéril y emigrante, no tenía razones para creer, pero se abandona al poder de Dios y su fe se convierte en modélica para todo creyente. El Salmo proclama esta confianza en Dios y da razones: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?

 


El motivo de la luz se convierte en protagonista del evangelio en la escena de la trasfiguración del Señor. El contexto anuncia una manifestación divina: la montaña (donde sube Jesús, con Pedro, Juan y Santiago) y la oración (novedad de Lucas). Allí el rostro de Jesús se trasfigura y sus vestidos brillan, señalando su identidad divina. Junto a él aparecen Moisés y Elías, representantes de la Ley y los Profetas, hablando del “éxodo” que Jesús iba a cumplir en Jerusalén.

 

Los discípulos, que acaban de recibir el anuncio de la pasión y como en el Getsemaní les pesa el sueño, contemplan su gloria y quieren aferrar para siempre la belleza de ese momento privilegiado, reteniendo a Jesús con Moisés y Elías. Pero la nube de este nuevo Sinaí trae la voz del Padre que revela donde está la verdadera tienda del encuentro con la divinidad: Jesús es el Hijo, el elegido, a quien hay que escuchar y seguir. Él es la Palabra que culmina la Ley y los Profetas. Su camino llevará hasta el nuevo y definitivo éxodo liberador: la cruz y la luz gloriosa de la resurrección.

 


Lo acontecido en la montaña es el anticipo de nuestra propia realidad. Por eso, Pablo, presentado como ejemplo de creyente, afirma que los que adoran y aspiran a cosas terrenas, son enemigos de la cruz. El Señor transformará  (trasfigurará) nuestros cuerpos según el modelo de su condición gloriosa. Cuando llegue ese momento entraremos a tomar posesión definitiva de nuestra morada como ciudadanos del cielo. Esa es la herencia que Dios ha prometido a la numerosa descendencia de Abrahán que nace en Cristo.

 


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