SEVILLA SIN HERMANDADES
Como en las películas de ciencia ficción, cabría imaginar cómo sería nuestra ciudad si, por alguna circunstancia impensable, desaparecieran todas las hermandades.
El impacto económico sería importante. No sólo desaparecería la Semana Santa, y con ella el correspondiente gasto de los visitantes, sino que los tallistas, cereros, floristas, doradores, bordadoras, orfebres y muchos artesanos y oficios más desaparecerían en buena medida, con la consiguiente destrucción de los puestos de trabajo directos y de los indirectos, la pérdida de salarios, y con ellos la capacidad de consumo de sus perceptores; los pagos a la Seguridad Social; la compra de materias primas; la recaudación del IVA; la repercusión en el IRPF. En definitiva: menos economía, menos consumo y menos riqueza para todos.
Eso en el aspecto puramente económico; pero también dejarían de existir las Comisiones de Caridad de las hermandades – que sólo en Sevilla capital reparten más de cuatro millones y medio de euros- y atienden a más de treinta mil personas con absoluta eficacia y sin costes administrativos. En estos casos siempre hay quien argumenta que esas personas (ciudadanos y ciudadanas, les llaman) pueden ser asistidas por la Administración, que es quien debe cubrir las necesidades sociales. Habría mucho que hablar sobre el papel de la Administración en la atención de necesidades sociales a los más desfavorecidos; pero no es el momento. Lo que sí está claro es que la Administración –cualquier Administración- no “atiende” a los necesitados, desde la Caridad, sino que “los asiste” mediante complejas –y costosas- estructuras administrativas financiadas no por la solidaridad espontánea, sino por una solidaridad coactiva (impuestos). La ética no se resuelve en burocracia. Las necesidades humanas más genuinas – apertura, donación, amor gratuito- no son susceptibles de ser atendidas por la Administración, sea ésta del signo que sea.
Otra pérdida sería la de la religiosidad popular, base de otra más profunda en muchos casos y en otros hilo que sostiene su fe; los grupos jóvenes; las raíces familiares; buena parte del entramado social. El alma de la ciudad, en definitiva.
Claro que también desaparecerían los aficionados a la Semana Santa y los frikis, y eso no estoy tan seguro de que fuera una pérdida para la ciudad, más bien todo lo contrario. Pero aún así el balance final sería negativo.
A las personas y a las instituciones no se las valora en su plenitud hasta que se pierden, entonces es cuando se pone de manifiesto el amplio campo afectivo y material que esas personas o instituciones cubrían. Razón de más para cuidar nuestras hermandades y una manera de perderlas es dejar que se envilezcan. No las burocraticemos, no perdamos su dimensión espiritual, que eso es lo que hacemos cuando se adoptan modos incompatibles con su naturaleza. Es necesaria una seria reflexión y fundamentación de nuestras hermandades, con rigor académico. Su aportación a la sociedad es lo suficientemente importante como para dejarla, simplemente, a la buena voluntad de sus directivos, de las juntas de gobierno.
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