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Tres palabras para Andrea

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No olvidaré jamás las últimas horas del fallecimiento de mi esposa, Salud, allá por el año 2002. La vida me regaló una etapa complicada pero de la que me siento a la vez tan orgulloso como marcado. Los pasillos del hospital parecían sobrecargados de un hedor pastoso y rancio. Luego de una noche de bodas larga y densa, en la que ella y yo compartimos en las oscuridades del hospital el anuncio de lo que luego vendría, a la mañana siguiente, visto que los propios médicos no vislumbraban siquiera el fatal desenlace que se avecinaba, fui a descansar a casa unas horas, las suficientes para recuperar las fuerzas perdidas en aquella noche larga y densa. Cuando regresé al hospital, luego del mediodía, parecía que todo había evolucionado a peor, las enfermeras ponían caras difíciles de interpretar y habían trasladado a la vecina de habitación. La doctora de planta nos reunió a su padre, a su tía y a mí en su despacho. No tenía otra intención que comunicarnos que en cuestión de horas, Salud fallecería, porque sus órganos no estaban respondiendo con fortaleza a las últimas horas del tratamiento, y tarde o temprano se encontraría con el Padre.

No sé si en un brevísimo instante de lucidez, o tal vez llevado por no haber enfrentado en primera persona el fallecimiento de ningún familiar, pero en ese momento lo único que se me pasó por la cabeza fue pedirle a la doctora que ayudaran a Salud a no sufrir. Fue complicado, porque mis primeras palabras no las puedo enhebrar ahora con literalidad, pero creo que fueron algo así como «¿No pueden hacer algo para que sufra lo menos posible?«. La doctora no entendió bien mis palabras y creo que se incomodó a la vez que me miró con cierto sesgo de indignación creyendo que yo pedía otra cosa. Tal vez, llevada por las veces tan numerosas que hubiera debido ya afrontar un debate complicado y difícil, se viera interpelada por algo que no quedaba a su alcance. Este debate en torno al bien morir y a la, creo que mal llamada, «muerte digna» cada vez nos lleva a situaciones más complejas, probablemente porque el dominio de las palabras por parte de algún sector interesado acaba llevando a confusiones y malas interpretaciones de las cosas.

Lo primero que se debe determinar es qué se considera digno o indigno, qué se ve como bien morir y qué calificativos hay alrededor del debate lleno de exabruptos sobre la «muerte digna«. Nuestra sociedad del bienestar y del hedonismo es reacia a encarar con una actitud equilibrada los desafíos que plantean la muerte y el sufrimiento. Todo ello tiene que ver, por lo pronto, con el mismo concepto de persona. Una sociedad donde el concepto de persona está mal fundamentado o se sustenta sobre relativismos, tiende sin duda a condicionar el valor fundamental de la vida y por tanto a establecer matizaciones sobre la prioridad de la vida humana por encima de todas las cosas. De estos matices, abruptos, surgen ramificaciones ominosas como el incierto derecho al aborto, la pena de muerte o la eutanasia. En cualquiera de esos casos, el derecho a la vida se pone en manos de algo o de alguien, no resultando extraño que ese algo se irrogue un poder superior sobre el ser humano, casi un semidiós en algún sentido, que tiene la capacidad de decidir sobre la vida humana. Detrás de ese semidiós acaban apareciendo otros intereses, ya sea el pecaminoso y sucio dinero, poderoso caballero, ya la facultad administradora del Estado, ente siempre superior que por arte de la Ley más inhumana se cree en la libertad de condicionarnos la vida hasta el mismo momento de su muerte. Si combinan ustedes el binomio Estado-Dinero, da siempre un resultado final peligroso, cuando menos, por no decir antijurídico (pero esta es otra cuestión que debemos tratar en otro post). Al Estado las vidas humanas le suponen costes y por ello, se razona no pocas veces a favor de su supresión siempre y cuando el coste del mantenimiento de la vida sea superior al beneficio que produce al Estado. Este razonamiento descarnado es triste, pero así de cierto: la vida de usted, lector, para cualquier Estado vale lo que le cuesta al Estado su sostenimiento, por ello no es raro que desde ciertos sectores se potencie la eutanasia como mecanismo supletorio de costes, aunque el argumento formal de la diatriba sea eso que llaman «muerte digna» u otras más infames, como el de la indignidad del sufrimiento y razonamientos parecidos. Más allá de ahí, cuando además ciertos sectores se irrogan la facultad de administrar la aplicación de esos supuestos derechos, no falta quien ponga en marcha toda una maquinaria moderna de ejecución de estos falsos derechos, ya sean las clínicas abortivas, ya las de quienes están interesados en administrar soluciones finales a los enfermos improductivos para el Estado.

Más allá de ahí, me pongo de nuevo en aquellos últimos momentos de mi esposa Salud. La veo aún rodeada de amor y generando amor a borbotones en ese justo instante. En mi pequeñezx ante tanto amor, no podía más que articularle entonces tres palabras vitales y aproveché la poca lucidez de que dispuse en aquellos minutos finales que me permitieron a solas con ella, para enhebrar tres capacidades: perdonar, agradecer y amar. Perdonarnos en todo aquello en que nos pudiéramos haber hecho daño en nuestros años de relación. Agradecernos todo cuanto nos dimos mutuamente. Y amar, un te querré siempre, que escrito ahora puede resultar incluso frío, pero que iba cargado de sinceridad, de verdad, de vitalidad y de una fortaleza especial para compartir ese justo momento final con ella y para ella. No pude compartir con Salud un momento más digno y veraz que aquellos últimos y los guardo con inmenso amor en mi corazón desde aquel entonces. Durante su larga enfermedad, tuvimos que enfrentar juntos, ella más que yo desde luego, etapas de inmensos sufrimientos, algunos impensables o inimaginables, todos ellos desde luego inmerecidos y en su mayoría podríamos creer que inútiles. Pero con la versatilidad del tiempo, me quedé con la clara idea de que ningún sufrimiento es inútil, y mucho menos indigno, si se vive desde el amor profundo y desde una entrega sin ambages ni condiciones.

Leo estos días todo cuanto sucede en torno a la pequeña Andrea. Me duele enormemente cuanto está sufriendo esta chiquilla. Me pongo en el corazón de sus padres, confundidos y perdidos en esta situación complicada y dolorosa. No soy quien para hacer valoraciones médicas sobre el caso, sobre este momento retorcido y confuso en el que no tienen capacidad de decidir con plenitud, porque el entendimiento está preñado de dolor, de matices y de instintos. Sólo puedo sugerirles que rebusquen palabras en su corazón para no dejar de decir nunca esas tres palabras necesarias. Probablemente Andrea sea lo que más necesite en estos instantes y lo que más le haga saberse fuerte para afrontar su encuentro con Dios: perdón, gracias y te amamos.


5 comentarios

  1. Beatriz Melguizo 14:50, Oct 05, 2015

    Querido Ernesto:
    Gracias por el testimonio tan precioso que nos has compartido desde tu post. Realmente me ha emocionado.
    Qué tres palabras tan bonitas: perdón, gracias, te amamos.
    Ojalá muchas personas que vivan la situación que viviste tú sepan decirlas en esos momentos y así generar cultura de la vida y no de la muerte. Dios te bendiga. Gracias una vez más.

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    • Ernesto A. Holgado Ramos Author 12:26, Oct 06, 2015

      Con absoluta sinceridad, me genera un poco de pudor airear ciertas intimidades y sobre todo traer al blog una experiencia vivida hace tantos años. Lo hago, sin embargo, a la vista de lo que están viviendo Andrea y sus padres en estos momentos, sobre todo por despojar esta realidad de añadidos políticos o condicionantes sociales y morbosos sobre el proble,a, que suelen transmitir los medios de comunicación. Quiera Dios que esta chiquilla no sufra, desde luego, pero sobre todo que lo que debe vivir inevitablemente sea fruto de amor que produzca amor, y no una grave crisis de conciencia o de ética. Me da la sensación de que el debate de la eutanasia está falto de sentido común, entre los que quieren la muerte a toda costa sin ni siquiera saber lo que hay de digno en el sufrimiento de cada cual.

      En fin, gracias por tus palabras también, Beatriz, que como siempre resultan halagüeñas e inmerecidas. Un abrazo…

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  2. teresa 20:22, Oct 06, 2015

    Este post es un regalo. Un regalo ante tanto análisis y consideración jurídica o moral que creo que no nos corresponde. Te has puesto desde tu experiencia en el dolor de los padres de Andrea. La decisión de estos padres es dificilísima , desgarradora, brutal. Desde aquí les mando mis oraciones y mi apoyo.

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  3. Javier Godoy 22:47, Oct 06, 2015

    Muchas gracias por tu testimonio. Nos dice El Quijote que en tanto llega la muerte todo es vida. Andrea será otra víctima más de la cultura de la muerte y de la moral práctica. Una sociedad que asiste impasible como los padres matan a sus hijos tendrá que soportar como los hijos matan a sus padres.
    Es una cuestión de vida o muerte, donde el fin supremo es la ausencia de sufrimiento olvidando que el sufrimiento tiene un sentido redentor para todo creyente. La humanidad con Andrea no es matarla por hambre sino que sienta el cariño de las personas que la quieren. Un solo día más de vida es un solo día más de Amor.

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  4. Da Silva 12:42, Oct 16, 2015

    Muchas gracias por compartir esos momentos tan privados, me ha emocionado mucho su testimonio, tambien yo pasé por eso y me ha recordado tambien mis ultimos momentos con mi esposo y se parecieron mucho, tambien hablamos (hablé) de amor, de perdón y de un «te amaré siempre, esos momentos nadie los puede ni comprender ni ·sentir»

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