II Domingo de Navidad
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Comentario bíblico por Miguel Ángel Garzón
Eclo24,1-2.8-12; Sal 147; Ef 1,3-6.15-18; Jn 1,1-18
Después de la Natividad del Señor las lecturas nos sitúan ante la contemplación del misterio de Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne. El texto del Eclesiástico forma parte de un solemne himno a la sabiduría de Dios. Esta aparece personificada haciendo su propio elogio. Después de afirmar su origen divino (“salió de la boca del Altísimo” 24,3) constata que su lugar está en medio del pueblo de Israel. Ella abandonó su morada celeste para morar en Sión y echar raíces, alimentando al pueblo con sus frutos. Así, en la historia de este pueblo, Dios ha ido dándose a conocer y ha revelado su palabra (Sal 147).
Llegada la plenitud de los tiempos, la Palabra se hizo carne. Así lo canta tan bellamente el prólogo del evangelio de san Juan. Un precioso himno a la Palabra creadora que estaba junto a Dios desde el principio y que se encarnó para traer al mundo la luz verdadera y la vida de Dios. Quienes la reciben desde la fe se convierten en hijos de Dios. Juan el bautista se hace testigo de este misterio de la encarnación de la Palabra. El Hijo Único del Padre trae todas las bendiciones divinas y la plenitud de la gracia, llevando al conocimiento y a la íntima comunión con Dios.
Por eso, en el corazón del creyente brota la alabanza, como expresa el himno de la carta a los Efesios. En Cristo, Dios nos ha elegido para recibir los bienes espirituales de la salvación; en él hemos sido elegidos para ser santos por el amor; en él hemos sido destinados a ser hijos. Sólo queda pedir esta sabiduría divina que nos adentra en este misterio de Amor y de Vida al que hemos sido llamados a participar en Cristo Jesús.