Carta pastoral ‘Una nueva Cuaresma’
Queridos hermanos y hermanas:
Con la bendición e imposición de la ceniza comenzábamos el pasado miércoles el tiempo santo de Cuaresma, que nos prepara para celebrar el Misterio Pascual, misterio de amor y don de gracia inconmensurable, fruto de la amorosa iniciativa por la que Dios Padre envía a su Hijo al mundo para nuestra salvación. En el Misterio Pascual Dios se inclina con benevolencia sobre nosotros para redimirnos y para hacernos, por medio del Espíritu, partícipes de su misma vida, introduciéndonos en su intimidad y haciéndonos miembros de su familia. El camino cuaresmal nos conduce hacia la Pascua, la noche más santa del año, en la que Cristo resucitado sale victorioso del sepulcro y en la que nosotros renovamos las promesas bautismales.
Pero, como nos sugieren las lecturas de este primer domingo de Cuaresma, para llegar a la Pascua hay que pasar por el desierto. Así fue en la vida de Jesús. Antes de comenzar su ministerio público, que le conducirá a la Pascua, fue llevado por el Espíritu al desierto, donde oró y ayunó durante cuarenta días y cuarenta noches. Así debe ocurrir también en la vida de quienes, como seguidores y discípulos, queremos vivir su misma vida. El desierto es en sí mismo un lugar árido, seco, vacío, duro y áspero para quien en él se adentra, pero la Biblia lo describe también como un espacio de gracia y salvación, un lugar de silencio y meditación, de escucha de Dios que habla al corazón, de reencuentro con nosotros mismos y con Él, y en consecuencia, de conversión y plenitud.
Todos, de una forma u otra, tenemos la experiencia del desierto interior, el desierto en el que nos introduce la tibieza, la superficialidad, la dureza de corazón y la resistencia sorda a la gracia de Dios, que tienen como consecuencia la aridez y al vacío espiritual. Pero, como acabo de decir, hay otro desierto, incomparablemente más rico y fecundo, en el que en medio del silencio, es posible constatar nuestras miserias y cuán lejos estamos del plan que Dios ha diseñado singularmente para nuestra felicidad. En la soledad sonora del desierto es posible escuchar la voz potente del Espíritu, que nos invita a convertirnos, a volver sobre nuestros pasos errados, a cambiar de criterios y de conducta, pidiendo al Señor una conciencia pura y una vida santa, como nos dice san Pablo en la segunda lectura de este domingo.
El Miércoles de Ceniza la liturgia nos sugería tres armas para triunfar en el combate que hemos de librar en esta Cuaresma para lograr nuestra reforma interior y la vuelta a Dios: la oración, el ayuno y la limosna. Con estas armas saldremos de la aridez espiritual y de la vida frívola y sin norte. Con ellas se fortalecerá nuestra fe, crecerá nuestra esperanza y renovaremos nuestra caridad hacia Dios y nuestros hermanos. De este modo, renacerá en nosotros la alegría pascual y el entusiasmo en el seguimiento del Señor. Sólo así, nuestro desierto se convertirá en tierra fecunda que produce frutos de gracia y de santidad.
Aprovechemos en estas semanas de Cuaresma los medios que nos ofrece la Iglesia para ahondar en nuestra conversión: las conferencias cuaresmales, los triduos y quinarios en los que se nos exhortará a reordenar nuestra vida. Ojala encontremos la oportunidad de practicar unos buenos Ejercicios Espirituales, siquiera sea en un fin de semana, práctica ascética que no ha perdido actualidad y que tanto bien nos hace. Todos, sacerdotes, diáconos, consagrados y laicos, necesitamos retirarnos, como nos pide el Señor en el Evangelio, a un lugar tranquilo y apartado para estar a solas con Él, para repensar los grandes temas de nuestra vida, para romper con ídolos que nos atenazan y que nos impiden volar hasta las alturas de Dios y para relanzar nuestra fidelidad al Señor y decidirnos, de una vez por todas, a seguirle sólo a Él.
Estamos comenzando la Cuaresma del Año de la Misericordia, ocasión muy propicia para contemplar en la oración serena en estas semanas la misericordia que nace de la Trinidad Santa y que nos manifiesta el rostro compasivo de Jesús, un rostro que rezuma piedad, misericordia y amor, un amor que se dona y ofrece gratuitamente. En el rostro de Jesús todo habla de misericordia. Nada en Él está falto de compasión. Su misericordia y su compasión tienen su culmen en el Calvario en el que se inmola voluntariamente por toda la humanidad. Los milagros que realiza, sobre todo con los pecadores, los pobres y los enfermos tienen siempre el marchamo de la misericordia.
Que la contemplación del rostro bendito de Jesús y la conciencia de la misericordia que ha tenido con nosotros, favorezcan nuestra conversión al Señor y a nuestros hermanos, para vivir la misericordia como estilo de vida y practicar las obras de misericordia, autentico programa para esta Cuaresma, que yo os deseo verdaderamente santa y santificadora.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla