Carta Pastoral ‘Samaritanos de nuestros hermanos’
Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio de este domingo escucharemos la parábola del Buen Samaritano (Lc 10,25ss). En ella nos dice Jesús que un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudan, lo muelen a palos y se marchan, dejándolo medio muerto. Llegan al lugar un sacerdote y un levita, lo ven y dan un rodeo para no comprometerse. Llega un samaritano, se acerca, le da lástima, lo cura con aceite y vino, lo venda, lo monta en su cabalgadura y lo lleva a la posada para que lo cuiden entregando dos denarios al posadero.
Para san Lucas, para los Padres de la Iglesia y para la liturgia el Buen Samaritano es Jesús, siervo y servidor. Recordemos la escena del lavatorio de los pies (Jn 13,1ss). Recordemos también que Él no vino a ser servido sino a servir y a entregar su vida en rescate por todos (Mt 20,28). A imitación de su Señor, la Iglesia debe ser también samaritana, algo que responde a su ser más íntimo. Amar es el ser de Dios, nos dijo el Papa Benedicto XVI, porque Dios es amor; y amar debe ser la tarea empeñada de la Iglesia, su ocupación permanente. Ella vive para amar y servir.
Alguien ha escrito que toda la civilización cristiana ha nacido de esta parábola y no le falta razón. En este domingo, la imagen de Jesús, Buen Samaritano, siervo y servidor, pone el dedo en la llaga de nuestra indiferencia ante los pobres y los que sufren. En realidad, la parábola del Buen Samaritano tiene mucho que ver con la historia de la Pasión del Señor. San Lucas nos viene a decir que Jesús, el Buen Samaritano, vio a la humanidad tendida en la cuneta, herida de muerte y huérfana de filiación y no miró para otro lado, ni dio un rodeo. Se acerca a ella sobre todo en su inmolación pascual.
Jesús iba por la vida viendo, mirando a los ojos. San Lucas, que era médico, destaca en su Evangelio la mirada de Jesús. Los primeros cristianos lo llamaban “el de los ojos grandes”. Así se lee en el epitafio de Abercio, obispo de Hierápolis, de finales del siglo II. Así lo pintan los anónimos pintores del románico aragonés, castellano o catalán. Es impresionante cómo la mirada de Jesús se detiene en el hombre enfermo, el leproso, el ciego, el tullido, o los poseídos por espíritus inmundos. Jesús no sólo nos curó con aceite y vino y nos cargó en su cabalgadura. Dio su vida libre y voluntariamente por amor al Padre y a nosotros. En su Encarnación recorrió una distancia impresionante, viniendo desde el Padre y haciéndose hombre. Se acercó al hombre, a su dolor, a su debilidad, a su lepra. Se abajó a la cuneta para curarlo y salvarlo.
Los cristianos debemos ser también hombres y mujeres de ojos grandes. Ante una persona que sufre, no podemos cerrar los ojos o taparnos los oídos. San Lucas nos dice que el Samaritano sintió lástima del hombre que yacía en la cuneta. Como el Samaritano también nosotros estamos llamados a comprometernos. Este compromiso es tanto más urgente por cuanto en la cuneta hay millones de hombres y mujeres en esta sociedad en la que prima el mercado y el lucro a cualquier precio. Ahora, como siempre, le toca a la Iglesia el encargo de ser “samaritana” a imitación de su Señor, siguiendo su mismo itinerario, viendo, abajándose, acercándose y compadeciéndose.
En la noche de la vida nos examinarán del amor, decía San Juan de la Cruz. La caridad es la primera de las tres virtudes teologales (cf. 1Co 13,13). La caridad no muere. Es más fuerte que la muerte. La caridad es el alma de nuestro servicio a los pobres. Nos lo ha encarecido el papa Francisco al convocar el Jubileo de la Misericordia, invitándonos a practicar las obras de misericordia, corporales y espirituales. En las últimas décadas hemos insistido en la práctica de la justicia, deber incuestionable. Pero la justicia muchas veces se queda corta y es necesaria la misericordia, que como indica su nombre, es virtud del corazón. La misericordia es propia de Dios. La liturgia nos dice que Dios manifiesta su poder con el perdón y la misericordia. La Virgen María canta con emoción que la misericordia de Dios cruza los siglos y pasa a los hombres de generación en generación. A Dios se le llama «rico en misericordia» (Ef 2,4; Sal 86,5).
Dios quiera que la Iglesia de Dios en Sevilla se detenga siempre ante el pobre y el herido, cargue sobre sus hombros al hombre maltratado y lo cuide, siendo bálsamo con las palabras y los hechos. Es el encargo que hemos recibido del Señor. Que ninguno de nosotros desmayemos en esta tarea.
Para todos, especialmente para los directivos, voluntarios y socios de nuestras Cáritas, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla