Os preguntareis ¿Cómo vive una misionera cuando está en su propia tierra y cómo celebrar así estos cuarenta años de misión? Pues, descubriendo hoy más que nunca que mi lugar de misión propio es el corazón de Jesús y, desde El, el mundo entero. Pues Jesús ha querido hacerme participe de eso que lleva en su corazón que es “el clamor de su pueblo” (Éxodo 3,7) y eso no depende de lo que hago por fuera sino de que le puedo entregar todo mi amor empezando por la realidad más cercana que tengo ahora cada día en casa, siempre con el horizonte de los hermanos en cada parte del mundo. ¡Todos somos Uno en el Cuerpo de Cristo! Eso no quita hay días que uno echa en falta estar por aquellas tierras…
Me vienen las palabras del Papa Francisco en la “Evangelii Gaudium”: “Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo” (EG 273) Creo que eso resume la experiencia de estos años y lo que quisiera compartir con vosotros. La grandeza de descubrir un día que tu vida es querida, deseada y amada por Dios de tal manera que vivir ese amor y compartirlo con cada ser humano, como hermanos, eso es lo que ha hecho mi vida, hasta el día de hoy, una misión en esta tierra. Junto a esa grandeza, Dios me ha ido haciendo tocar mi infinita pequeñez y polvo, aunque muchas veces uno no es consciente y se cree que es el protagonista. Pero la misión no es hacer muchas cosas; la misión es Jesús, la Misión en Persona, que se traduce en el Reino de Dios donde cada uno puede descubrir su misión, única e imprescindible para El, donde todos podemos vivir como hijos suyos muy amados. Eso es lo esencial, luego en lo concreto esa misión me ha llevado a diversos lugares, países y personas donde he realizado mi actividad misionera. Desde Japón, muy jovencita a los 24 años, a Estados Unidos, luego a Irlanda, de allí a Filipinas para finalmente volver a Japón, país donde he estado 16 años en total, que sumados a los cuatro en Filipinas hacen 20 años en Asia, los cuales me hacen sentir que llevo ese continente, o sus gentes, mejor dicho, grabados en el alma. De hecho Dios, que lo sabe, me ha regalado este año entrar en contacto, a través de la Delegación de Emigrantes, con algunos grupos de filipinos y chinos que viven en Sevilla.
Mi labor todos estos años ha sido siempre fundamentalmente de evangelización trabajando en la formación cristiana de jóvenes en su mayoría, pero también entre familias y adultos, en su acompañamiento humano y espiritual tanto en ambientes de extrema riqueza material como Japón, como de extrema pobreza en Filipinas. En muchos casos colaborando con la Pastoral diocesana del lugar, pero en otros abriendo campo en lo que hoy diríamos las periferias: en los barrios pobres de Manila o en zonas rurales de las provincias, o entre los universitarios y oficinistas de la moderna y tecnológica Tokio.
Me identifico con esas palabras de
Jesús cuando nos dice “Vosotros habéis estado a mi lado en mis dificultades” (Lucas 22,27), para expresar lo que he vivido en cada lugar. Pero igualmente es verdad que con El he descubierto perlas de gran valor en cada persona y cultura (cfr. mateo 13,46) He visto pobreza, sí, pero me quedo con tantos rostros que me han manifestado el corazón de Dios vivo en ellos. Doy gracias a Dios por aquellos niños que bajo la lluvia torrencial del monzón, en las chabolas de Manila, bailaban de alegría enjabonados de cabeza a los pies disfrutando felices de la “ducha” de hotel de cinco estrellas que su Padre Dios les regalaba desde el cielo. Y también, gracias por esos jóvenes y adultos en Japón, por la alegría y frescura con la que sus corazones se abrían a la fe, a la presencia de Dios en sus vidas, a la alegría de descubrir el sentido para vivir y amar en medio de una sociedad opulenta, materializada y competente hasta el punto de secarles el alma y la esperanza, oprimidos constantemente por la presión y valoración social según sus notas o su rendimiento en la empresa. En una cultura tan rica, de tradición religiosa tan diferente, entendía que no estaba allí para darles algo que ellos no tuvieran ya, pues Jesús estaba presente en sus corazones sedientos de amor y alegría. Solo era cuestión ayudarles a abrir esa puerta y descubrieran esa perla de sus corazones. Las actividades de encuentros, convivencias, excursiones, grupos de oración y retiros eran siempre mezcladas, con unos pocos cristianos y una mayoría que se acercaba por primera vez a un ambiente de fe y de Iglesia. El desafío del aprendizaje del idioma y de la cultura, es para mí más que aprender unas palabras difíciles, pues el Evangelio, te das cuenta, se trasmite con la vida y las verdades de la fe creando ambientes de verdadera amistad humana, de lazos y relaciones de amor fraterno. Eso implica muchos años de siembra y de amor paciente. Eso lo capté cuando en mi primer año una niña vecina me preguntó mirando a mi crucifijo: ¿Quién es y por qué esta ahí? Mis palabras, por perfectas que fueran, no bastarían para responderle.
Doy gracias por el don de una Iglesia pobre y misionera, pobre por ser una minoría en país sin tradición cristiana como Japón, siendo fermento que vitaliza a la sociedad a través de sus obras educativas, sanitarias, y de sus parroquias, o en un país católico como Filipina
s donde cada pobre sabe que en cualquier iglesia tiene su casa, donde Dios escucha sus plegarias.
Hoy, tras estos años, miro al presente de la Iglesia en nuestro mundo y veo que ahí sigue joven, siempre en conversión constante, renovándose bajo el impulso del Espíritu Santo, como nos anima nuestro Papa Francisco: “Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría… y una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría…Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan caminos nuevos,…signos más elocuentes…para el mundo actual.( EG 1 y 11) En este espíritu, estoy también ahora, en este tiempo al lado de mi madre, acabando un máster en Dialogo Interreligioso y Ecuménico, camino que Dios y la humanidad globalizada de hoy necesitan que abramos con fuerza y humildad en la Iglesia para el mundo de este siglo XXI.
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