Minuto de silencio
Nuestro Parlamento parece estar convirtiéndose en un circo inhumano, una pista circense en la que los leones rugen sin domador, los payasos no hacen reír y al trapecista de turno le falla el trapecio justo en ese momento del triple salto mortal en el que todo el público está pendiente. Desde hace tiempo, nuestros parlamentarios han hecho de su capa un sayo que sólo les abriga a ellos: lo de gobernar lo dejamos para otro momento, ahora urge actuar, poner cara de condolencias o hacer el teatro faltando al respeto a los muertos. Cosas así nos retrotraen a los peores momentos de la historia de nuestro país, con la «esperanzadora» diferencia de que, confiemos que así sea desde luego, las huestes de hoy han perdido el poco honor que les quedaba y sustituido el toque requeté por las ondas hertzianas en plan masterchef celebrity. Causa cuando menos pena, pero también una tremenda vergüenza ajena, que no se sepa distinguir, que se aproveche cualquier momento del adversario, incluso con su cadáver aún caliente, para hacer aún más paupérrima la Política. Como dicen que dijo Elbert Hubbard, «el que no entiende tus silencios, probablemente no entienda tus palabras«. Me pregunto si realmente esas actitudes alimentan las venganzas y los odios de sus votantes, si así construyen partido realmente, o si eso les pone en suma, en la senda del gobierno de una nación…
Me gustaría entenderlo, pero la verdad es que no lo entiendo. Me gustaría vivir en ese mundo yupi, simplista, maniqueo y facilón en el que los malos son tremendamente malos y los buenos, los nuestros, son tremendamente buenos que casi rozan la santidad con cada uno de sus actos, con cada acto, incluso sea el de no respetar un silencio a la muerte de cualquiera de los malos. Me gustaría vivir en ese mundo tan lábil en que los juicios al enemigo son así de rápidos, sin fase de alegaciones ni trámite de prueba, juicios en los que las conclusiones del fiscal general líder supremo se imponen como sentencia de condena o de absolución, según conviene al líder. O no… Pero pasa que los demás nacimos en un mundo de contrastes, de personas «normales», de gente que hoy es súper-mega-guay, y mañana se pega el batacazo con una u otra decisión, de gente que no es perfecta y lo mismo pone pasión de gavilanes en sus cosas, como miradas de palomas en sus otras. Es muy fácil vivir en un mundo yupi en el que la gente es sólo blanco o negro según lo que manda el dictado del partido, según lo que atiborra los colores de tu facción: los rojos rojos de toda la vida frente a los azules azules de toda la vida; los de la memoria histórica en las cunetas frente a los del olvidemos al dictador; los de no existe beneficio, sino diferencia entre ganancia y pérdidas, frente a los de meter la mano por debajo de la mesa en las carteras de otro… Es muy bonito vivir en un mundo de yupi en el que diferenciamos con simpleza meridiana a los nuestros de los de aquellos. El problema es que ese mundo no existe y tanto acto circense, tanto salirse de la pista dejando a los leones a la intemperie, acaba provocando que tus payasos no hagan reír a nadie.
Y a mí, en el fondo, lo que me da es mucha pena. Pena porque mientras tanto, nuestro país está hecho unos zorros. Pena porque nada de esto soluciona los problemas de la gente, ni de tu gente, ni de la de tus contrarios. Pena porque tantos minutos de silencio están llenos de ruido, cuando lo más útil sería rezar. Y pena, sobre todo, porque evidencia que nuestros representantes han hecho acopio de sus mejores vilezas y se han perdido el respeto entre ellos, haciendo que todos los demás, nosotros, los que somos representados, quedemos a un nivel de inhumanidad que me da pena y mucha rabia, todo hay que decirlo, mucha rabia…
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