Vía Crucis: El camino de la Cruz
Desde los primeros siglos del cristianismo, el Camino de la Cruz fue una de las realidades más profundamente sentidas por los cristianos: querían acompañar a Cristo camino del Calvario, y seguir sus huellas en los dolorosos pasos que lo llevaron a la muerte en cruz. Este fue el origen de la devoción del Vía Crucis.
Hay documentos que cuentan ya en el siglo IV cómo iban los peregrinos a Tierra Santa para recorrer ese camino doloroso. En tiempos del emperador Constantino eran frecuentes las peregrinaciones para pisar las huellas marcadas por Cristo en lo que también se conoce como Calle de la Amargura. Según la tradición, la misma Virgen Madre acudía todos los días a recorrer el camino de la amargura por donde había pasado su Hijo.
Desde el siglo XII los peregrinos escribían contando sus impresiones al recorrer el Camino de la Cruz, como se hace hasta nuestros días. En 1342 se encomendó a los Franciscanos la custodia de los Santos Lugares, y fueron ellos los iniciadores de la práctica del Via Crucis. Más tarde, en los siglos XV y XVI, se establecieron en varios lugares de Europa las estaciones para que pudieran realizar este acto devocional los que no tenían la posibilidad de ir a Tierra Santa. El beato Álvaro de Córdoba, un dominico del siglo XV, a su vuelta de Tierra Santa construyó en su convento de Córdoba una serie de ermitas en las que se veneraban pinturas de la Pasión de Cristo. Pero fue un peregrino inglés, William Way, el que escribió acerca de las estaciones del Via Crucis después de sus viajes a Jerusalén, a final del siglo XV.
De la casa de Pilatos a la Cruz del Campo
El primer marqués de Tarifa, don Fadrique Enríquez de Ribera, instituyó en Sevilla, en la Cuaresma de 1521, un Via Crucis que, saliendo de la Casa de Pilatos, fuera por la ciudad hasta el humilladero de la Cruz del Campo, construido en 1360. Era la distancia que él había recorrido en Tierra Santa, desde el Pretorio de Pilatos hasta el monte Calvario: 997 metros. Este fue el origen del Via Crucis por otras regiones de España, y todavía existen unos azulejos, que han sido renovados, en las calles de Sevilla, por donde transcurrían las estaciones del Via Crucis.
La Iglesia fue facilitando cada vez más la posibilidad de acompañar a Cristo en el Camino de la Cruz sin tener que llegar a Tierra Santa. El papa Inocencio XI concedió a los Franciscanos en 1680 el privilegio de erigir las estaciones del Via Crucis en sus iglesias, y que se pudieran ganar en ellas las indulgencias que se lucraban en la peregrinación a Tierra Santa. Inocencio XII confirmó este privilegio en 1694, y Benedicto XIII lo extendió en 1728 a todos los fieles.
En 1731, Clemente XII permitió a los Franciscanos que pudieran establecer las estaciones del Via Crucis en otras iglesias. Este mismo Papa fijó en 14 el número de las estaciones, Benedicto XIV, en 1742, concedió a todos los sacerdotes poder erigir en sus iglesias las 14 estaciones y, finalmente, Clemente XIV concedió en 1773 las mismas indulgencias a los crucifijos bendecidos, para rezar ante ellos el Via Crucis a todos los fieles que estuvieran impedidos. En 1862 se concedió a todos los obispos la facultad de erigir las estaciones del Via Crucis en sus diócesis.
El Via Crucis en el arte sevillano
El arte encontró en las estaciones del Via Crucis un modo extraordinario de manifestar el camino doloroso de la Pasión de Cristo. Desde los primeros siglos del arte cristiano se reprodujeron las escenas de estas estaciones, y de las innumerables representaciones de estas escenas en la diócesis de Sevilla escogemos tres. Uno de los azulejos del Via Crucis de la Casa de Pilatos (siglo XVII), una escena del Via Crucis en el claustro del Convento de las Mercedarias Descalzas de Osuna (siglo XVIII) y una escena modernista del Via Crucis pintado por Gustavo Bacarisas y realizada en azulejos de Triana, en la Capilla de los Luises, junto a la Iglesia de los Jesuitas en Sevilla.
Fernando García Gutiérrez