‘Venid y vamos todos’. Carta del Arzobispo de Sevilla por el Mes de María
Queridos hermanos y hermanas:
El 30 de abril de 1965 publicaba el Papa Pablo VI una breve y preciosa encíclica titulada “Mes de Mayo”, en la que confesaba que al acercarse este mes eminentemente mariano le llenaba de gozo pensar en el conmovedor espectáculo de fe y de amor que a lo largo del mismo se ofrece en todas partes de la tierra en honor de la Reina del Cielo. “En efecto, -añadía el Papa- mayo es el mes en el que en los templos y en las casas particulares sube a María desde el corazón de los cristianos el más ferviente y afectuoso homenaje de su oración y veneración”. Como consecuencia de la secularización, hoy las cosas no son como Pablo VI las soñaba hace sólo cinco décadas. Seguramente ni en muchas parroquias, ni en la mayoría de las familias se conservan las prácticas piadosas entrañables con que honrábamos a la Virgen en el mes de las Flores en nuestros Seminarios, casas religiosas y colegios, que tantos recordamos con añoranza. No deja de ser una desgracia, puesto que como el mismo Pablo VI manifiesta, al mismo tiempo que en el mes de mayo honramos a María, “desde su trono descienden hasta nosotros los dones más generosos y abundantes de la divina misericordia”.
Puesto que estoy convencido de que aquellas prácticas devocionales nos sirvieron muy mucho para enraizar desde niños en nuestro corazón la devoción y el amor a la Virgen, sugiero y pido a todas las comunidades cristianas de nuestra Archidiócesis que han perdido tales prácticas, que hagan lo posible por recuperarlas, pues la verdadera devoción y el culto genuino a la Virgen es siempre camino de conversión, de vida interior y de dinamismo pastoral. María es el camino que conduce a Cristo. Todo encuentro con Ella termina en un encuentro con su Hijo. Desde su corazón misericordioso, encontramos más fácil acceso al corazón misericordioso de Jesús.
Efectivamente, la Santísima Virgen ocupa un lugar central en el misterio de Cristo y de la Iglesia y, por ello, la devoción a María pertenece a la entraña misma de la vida cristiana. Ella es la madre de Jesús. Ella, como peregrina de la fe, aceptó humilde y confiada su misteriosa maternidad, haciendo posible la encarnación del Verbo. Ella fue la primera oyente de su palabra, su más fiel y atenta discípula, la encarnación más auténtica del Evangelio. Ella, por fin, al pie de la Cruz, nos recibe como hijos y se convierte, por un misterioso designio de la Providencia de Dios, en corredentora de toda la humanidad. Por ser madre y corredentora, es medianera de todas las gracias necesarias para nuestra salvación, nuestra santificación y nuestra fidelidad, lo cual en absoluto oscurece la única mediación de Cristo. Todo lo contrario. Esta mediación maternal es querida por Cristo y se apoya y depende de los méritos de Cristo y de ellos obtiene toda su eficacia (LG 60).
La maternidad de María y su misión de corredentora siguen siendo actuales: ella asunta y gloriosa en el cielo, sigue actuando como madre, con una intervención activa, eficaz y benéfica en favor de nosotros sus hijos, impulsando, vivificando y dinamizando nuestra vida cristiana. Esta ha sido la doctrina constante de la Iglesia a través de los siglos, enseñada por los Padres de la Iglesia, vivida en la liturgia, celebrada por los escritores medievales, enseñada por los teólogos y muy especialmente por los Papas de los dos últimos siglos.
Por ello, la devoción a la Virgen, conocerla, amarla e imitarla, vivir una relación filial y tierna con ella, acudir a ella cada día, honrarla con el rezo del ángelus, las tres avemarías, el rosario u otras devociones recomendadas por la Iglesia, como las Flores de mayo y la novena de la Inmaculada, no es un adorno del que podamos prescindir sin que se conmuevan los pilares mismos de nuestra vida cristiana.
Efectivamente, María es el arca de la Alianza, el lugar de nuestro encuentro con el Señor; refugio de pecadores, consuelo de los afligidos y remedio y auxilio de los cristianos; ella es la estrella de la mañana que nos guía en nuestra peregrinación por este mundo; ella es salud de los enfermos del cuerpo y del alma. Ella es, por fin, la causa de nuestra alegría y la garantía de nuestra fidelidad.
Honremos, pues, a la Virgen cada día de nuestra vida y muy especialmente en el mes de mayo. Acudamos a visitarla en sus santuarios y ermitas con amor y sentido penitencial. Lo repito, qué bueno sería que en nuestras parroquias, colegios católicos y comunidades se restauraran las Flores de mayo u otras devociones parecidas. El amor y el culto a la Virgen es un motor formidable de dinamismo espiritual, de fidelidad al Evangelio y de vigor apostólico. Que nunca terminemos nuestra jornada sin haber rendido un homenaje filial a Nuestra Señora.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla