‘Feliz Año Nuevo’, carta pastoral del Arzobispo de Sevilla
Queridos hermanos y hermanas:
Feliz año nuevo para todos los cristianos de Sevilla y para todos los sevillanos. El primer día del año celebrábamos la solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Iniciábamos, pues el nuevo año de la mejor forma posible, de la mano de María. La liturgia renovada después del Concilio Vaticano II ha colocado esta solemnidad, que sustituye a la antigua fiesta de la Circuncisión del Señor, en el corazón de la Navidad, reconociendo así el papel insustituible de María en el misterio que en estos días celebramos. A ella, que hace posible la encarnación y el nacimiento del Señor, le pido para todos vosotros que el año 2018 sea un año de gracia, de verdadera renovación de nuestra vida cristiana y de nuestro compromiso apostólico. Con palabras de la primera lectura de la Eucaristía de aquella solemnidad os deseo a todos que en el nuevo año «el Señor os bendiga y os proteja, ilumine su rostro sobre vosotros y os conceda su favor; [que] el Señor se fije en vosotros y os conceda la paz» (Núm 6,24-26).
Ayer sábado, día 6, celebrábamos la solemnidad de la Epifanía del Señor. Epifanía significa manifestación de Dios. En la Historia de la Salvación, Dios se ha ido manifestando paulatinamente. Al principio, a través de signos materiales, la zarza, el arca, el templo… Después, por medio de los profetas. Con el nacimiento de Jesús, comienza la etapa definitiva de la manifestación plena de Dios a la humanidad. Desde entonces nos habla, se nos hace cercano y accesible no a través de intermediarios, sino por medio de su Hijo, igual a Él en esencia y dignidad, reflejo de su gloria e impronta de su ser. Él es su Verbo, el origen y causa de todo lo que existe, la vida y la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo.
A lo largo de estos días de Navidad nos hemos acercado con admiración y piedad infinitas a la cueva de Belén para contemplar al Niño en el pesebre. Y hemos comprobado que el Hijo eterno de Dios se ha hecho hombre verdadero, con nombre y apellidos, con una genealogía, con un lugar de nacimiento y con una familia tan sencilla como extraordinaria. El que no tenía carne, el que era puro espíritu inmaterial, asume nuestra carne. Se despoja de su rango y toma la condición de esclavo pasando por uno de tantos. Deja el seno cálido del Padre y emprende el duro camino de los hombres. Se hace, como escribe san Juan de Ávila, romero y peregrino. Vive en la intemperie y el desierto. No pasa de puntillas junto a nosotros. Asume nuestra naturaleza con todas sus consecuencias, excepto el pecado, sin rehusar la debilidad y la fragilidad del ser humano. Sudará, sentirá el cansancio, la fatiga y la tristeza. Necesitará comer y descansar. Experimentará el dolor y la pobreza, hasta el punto de no tener donde reclinar su cabeza.
Por amor a los hombres, se hace el encontradizo con nosotros hasta dejarse crucificar. Por ello, la única actitud posible en estos días es la gratitud inmensa ante el amor inaudito de Dios, sin límites ni tasas, que hace exclamar a san Juan “Tanto amó Dios al mundo, que le envió a su Hijo Unigénito para que los hombres tengan vida eterna”.
En su nacimiento histórico hace 2000 años, Jesús se manifestó primero al pueblo de Israel representado por José, María y los pastores. Pero el Señor vino para toda la humanidad, representada por los tres Magos de Oriente. Estos personajes misteriosos, originarios de culturas distintas de la de Israel, simbolizan la voluntad salvífica universal de Dios en la encarnación y el nacimiento de su Hijo. Por ello, la Epifanía, manifestación de Dios a los pueblos gentiles, es nuestra fiesta. En las personas de los Magos está prefigurada la humanidad entera. El misterio revelado en primer término a los más íntimos y cercanos, se abre también a nosotros y a todos los hombres.
Que en estos días de Epifanía, al mismo tiempo que seguimos contemplando el misterio del Dios hecho niño, le agradezcamos con emoción el don de la fe que recibimos el día de nuestro bautismo, la auténtica y verdadera manifestación de Dios en nuestras vidas; y que tratemos de hacerla cada día más viva y operante de modo que penetre en todas las entretelas de nuestra alma, de nuestra vida personal y familiar, de nuestros empeños y proyectos.
La Epifanía, junto con Pentecostés, es la gran fiesta de la misión universal de la Iglesia, una fiesta de una intensa tonalidad apostólica y misionera. La mejor manera de agradecer a Dios su manifestación y el regalo de la fe es renovar nuestro compromiso misionero, de modo que la manifestación que comenzó con la adoración de los Magos, siga extendiéndose al mundo entero con nuestra oración, nuestra palabra y nuestro testimonio.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla