Archidiócesis de Sevilla

Abro por vez primera la puerta simbólica de este blog, por el que quisiera compartir periódicamente mis esperanzas e inquietudes respecto a nuestras hermandades y cofradías. Lo llamo “Vía hispalense”, porque ser cofrade es un camino, un sendero, una vía preciosa para encontrar al Señor, seguirle como discípulo, cambiar este mundo conforme a los planes de Dios (su Reino) y anticipar la vida eterna. Y es una vía que, en la archidiócesis hispalense, en este lugar concreto donde se encarna la Iglesia de Cristo, en esta tierra, desde hace siglos ha tomado formas artísticas maravillosas que perviven en el tiempo. A través de la Semana Santa, de la piedad popular mariana, de procesiones, romerías, muchos viven legítimamente su fe. Y a esta vía hispalense, porque la amamos y valoramos, la debemos cuidar, para que no pierda ni su identidad, ni su autenticidad ni su fuerza.

La puerta se abre en la plenitud del otoño cuando prácticamente cesan las procesiones y cultos externos de nuestras hermandades que, en realidad, abarcan desde la procesión extraclaustral de la Función Principal del Gran Poder en la Solemnidad de Epifanía hasta la procesión de la Virgen del Rocío, de la Hermandad de Sevilla, casi en vísperas de Nochebuena.  Es tiempo de pensar y valorar. No tanto en contar, uno a uno, los numerosos actos de culto externo recogidos en las reglas de nuestras hermandades, en toda la Archidiócesis: estaciones de penitencia, via crucis, rosarios, romerías, traslados… Pienso más en las multitudes de almas, de corazones (nunca una masa informe, no; nunca una cifra, aunque sea alta, no) que participan en ellos.

Surge una pregunta al abrir por primera vez la puerta del blog: ¿sirve de algo todo esto? ¿Queda algo o se pierde como una efímera experiencia sentimental? Sinceramente pienso que sí, permanece, y no poco. Porque en la piedad popular actúa la fuerza del Espíritu Santo, como nos dice el papa Francisco en la Evangelii Gaudium (n. 125).

Sirve todo esto. Pero trabajemos para que no deje de servir. Depende de los que tenemos responsabilidades en las hermandades cuidar este tesoro. Evitar la superficialidad y la sobreexplotación. Dar profundidad y no caer en el exceso. La normativa diocesana que se promulga tiene este objetivo: nunca caprichosa imposición, sino de preocupación por el bien de las almas tras una reflexión desde la caridad pastoral, único fin que nos mueve. Pero la normativa es inútil si no cuenta con nuestro trabajo previo, en dos vertientes. La primera, hacernos el propósito de ser mejores hijos de Dios, de creer más, de amar más, de conocer más al Señor. De lo contrario, se va perdiendo el sentido y la hermandad no sirve de nada. En la segunda, procurar en todos los actos la prudencia y la mesura. Sin esto, percibimos la regulación normativa parcialmente, y además no conseguirá su legítimo propósito. Reflexionar qué vamos a hacer, por qué y para qué, como el Señor recomienda a sus discípulos en el evangelio (Lc 14, 28-30: no construir para luego no acabar la obra).

Sirve todo esto. Creo que es un signo de que, a pesar de los embates del secularismo, la llama del amor a Dios, con excesos que corregir y mucho que profundizar, alumbra muchos corazones. Y me alegro tanto por ello, que solo cabe decir, con María: proclama mi alma la grandeza del Señor.