Carta pastoral ‘Restáuranos, Señor, con tu misericordia’

Carta pastoral ‘Restáuranos, Señor, con tu misericordia’

Queridos hermanos y hermanas:

Los textos de la eucaristía de este domingo tercero de Cuaresma son una invitación vibrante a la conversión, a la renovación, a la restauración de nuestra vida cristiana. «Restáuranos, Señor, con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas». Esta es la oración con la que iniciamos hoy la eucaristía: Restáuranos, Señor, con tu misericordia. Conviértenos a Tí, Señor, Salvador nuestro. Crea en nosotros un corazón nuevo.

A esa transformación nos invita la liturgia con una imagen muy familiar y cercana: el agua, el agua que hace manar Moisés en la primera lectura golpeando la peña con su cayado en el monte Horeb, para que el pueblo de Israel no perezca de sed en el desierto. Esa agua material anuncia el agua viva que promete el Señor a la Samaritana, junto al pozo de Jacob, en el Evangelio de este domingo. ¿Qué es esa agua viva de la que habla el Señor, que es un auténtico don de Dios, que calma absolutamente nuestra sed, y que se convierte dentro de nosotros -según la palabra de Jesús- en un surtidor que salta hasta la vida eterna? La respuesta es muy sencilla: esa agua viva es la gracia santificante, que nos transforma, que nos diviniza, que nos hace hijos del Padre, hermanos del Hijo y ungidos por el Espíritu. La gracia santificante nos fue merecida por Jesús de una vez para siempre en la Cruz y Él la entregó a la Iglesia para que la distribuya a los hombres de todos los tiempos a través de los sacramentos.

Comprenderemos muy bien la importancia de la vida de la gracia en nuestra vida cristiana si reflexionamos sobre la importancia del agua natural en nuestra vida cotidiana. En la vida ordinaria, el agua es un elemento absolutamente imprescindible: con ella nos lavamos y nos purificamos. Ella sacia nuestra sed. Con ella preparamos los alimentos. Ella fecunda y vivifica nuestros campos. Ella hace posible la vida de los animales y de las plantas. Sin ella no existiría la vida. En este sentido, el agua es un auténtico tesoro.

Pues bien, la misma importancia que tiene el agua en la vida natural, la tiene el agua viva, de la que nos habla el Señor en el evangelio de hoy, es decir, la gracia santificante. Sin ella, estamos muertos en el orden sobrenatural. Ella es nuestra mayor riqueza. Más importante que el dinero, la salud, la belleza, la ciencia y todos los títulos que el hombre pueda reunir en este mundo. La gracia santificante es como ese tesoro que descubre un hombre enterrado en el campo e inmediatamente vende cuanto tiene y compra aquel campo, o como esa piedra preciosa que descubre el mercader de piedras finas y que da todo lo que tiene para lograrla.

La gracia santificante en realidad es lo único necesario, lo único decisivo en nuestra vida cristiana. No faltan cristianos, sin embargo, que creen que lo son porque oyen misa los domingos o porque pertenecen a una hermandad, o porque rezan al acostarse las Tres Ave Marías o llevan al cuello un escapulario. Todo ello es importante: oír Misa los domingos es un mandamiento de la Iglesia; y las otras devociones pueden ser interesantes y aconsejables. Pero ello sólo no basta. Lo decisivo, el verdadero sello de identidad del cristiano, es vivir en gracia de Dios, lo único por lo que merece la pena luchar, vigilar, sufrir y hasta morir, como han hecho los mejores amigos de Dios que son los mártires y los santos.

El Concilio Vaticano II nos dijo que es verdad que el cristiano que vive habitualmente en pecado mortal sigue siendo miembro de la Iglesia con tal de que no pierda la fe y la esperanza. pero nos dice al mismo tiempo que es un miembro imperfecto, un miembro aparente, como diría san Agustín. Está en la Iglesia físicamente pero no con el corazón y desde luego no es miembro de la Iglesia con la misma intensidad y con la misma plenitud que aquel cristiano que vive habitualmente en gracia. Este sí que es un miembro pleno, porque vive la vida propia de los hijos de Dios, lo que constituye la esencia de la Iglesia.

Os invito, pues, con la liturgia de este domingo, queridos hermanos y hermanas, a valorar y estimar la vida de la gracia. Luchemos contra el pecado venial, que vela en nosotros la imagen de Dios. Luchemos contra el pecado mortal, que la destruye totalmente. Volvamos al Señor y renovemos en nosotros la gracia bautismal. Restauremos de verdad nuestra vida cristiana. La gracia de Dios no nos va a faltar. Él nos la da a raudales en ese sacramento maravilloso que es el sacramento de la penitencia, sacramento de la paz y de la alegría, el sacramento del encuentro con Dios, que cada día hemos de estimar más.

Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla

 

 


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