Martes de la cuarta semana de Cuaresma
En la práctica penitencial de la Iglesia antigua un aspecto no desdeñable era la renovación de la fraternidad. En Cuaresma se daba libertad a los esclavos, se condonaban las deudas, se reconciliaban los enemigos, que se miraban a los ojos, se daban la mano y se fundían en un abrazo. La Cuaresma nos invita a fortalecer nuestra fraternidad. Los cristianos tenemos conciencia de formar parte de un cuerpo, un cuerpo que recibe y que comparte, que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños y acude a socorrerlos. Nuestras comunidades y nuestras parroquias, especialmente en esta coyuntura desgraciada, cercadas por el coronavirus, deben ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia.
Que nos impresionen las imágenes de tantas desventuras y sufrimientos como nos brindan en estos días los medios, que pidamos a Dios que libere a la humanidad de tanta tragedia y de tanto dolor como estamos sufriendo, y que nos comprometamos con gestos concretos de caridad en la ayuda a nuestros hermanos, superando la tentación cainita de desentendernos del dolor ajeno. La oración diaria por los enfermos y sus familiares, acercar un plato caliente a ancianos que viven solos, llevarles la compra o interesarnos por teléfono por familiares, amigos y conocidos es una forma óptima de vivir esta peculiar Cuaresma. Que no olvidemos la limosna discreta y silenciosa, sólo conocida por el Padre que ve en lo secreto, y que sale al paso del hermano pobre y necesitado. Que nos inclinemos como el Buen Samaritano sobre los hermanos que sufren o están angustiados. Con ello demostraremos que nuestros hermanos necesitados no nos son extraños, sino alguien de nuestra familia, alguien que nos pertenece.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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