Lunes de Pascua
Con la solemnidad de la Resurrección del Señor concluíamos ayer domingo la Semana Santa. Comenzamos hoy la octava de Pascua, en la que seguiremos proclamando las maravillas que Dios ha obrado a favor de su pueblo desde la creación del mundo y a lo largo de toda la historia de la salvación. Cantamos, sobre todo, el gran prodigio de la resurrección de Jesucristo, del que las otras maravillas eran sólo pálida figura. Jesucristo, la luz verdadera que alumbra a todo hombre, que pareció oscurecerse en el Calvario, alumbra en la cincuentena pascual con nuevo fulgor, disipando las tinieblas del mundo y venciendo a la muerte y al pecado. Jesucristo resucitado, brilla hoy en medio de su Iglesia e ilumina los caminos del mundo y nuestros propios caminos.
La resurrección del Señor es el corazón del cristianismo. Es el foco que ilumina y da sentido a toda la vida de Jesús y a nuestra propia vida. Nos lo dice abiertamente San Pablo: «Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe… somos los más desgraciados de todos los hombres» (1 Cor 15,14-20). La resurrección del Señor es el hecho que acredita la encarnación del Hijo de Dios, su muerte redentora, su doctrina y los milagros que la acompañan. La resurrección del Señor es también es el más firme punto de apoyo de la vida y del compromiso de los cristianos, lo que justifica la existencia de la Iglesia, la oración, el culto, la piedad popular, nuestras tradiciones y nuestro esfuerzo por respetar la ley santa de Dios.
Por ello, en medio del dolor que experimentamos en estos días, entonamos el aleluya sabiendo que Cristo vive y que, como dice san Pablo, nada ni nadie, ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución ni la muerte nos separarán del amor de Dios.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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