AHONDAR EN NUESTRA CONVERSIÓN

AHONDAR EN NUESTRA CONVERSIÓN

  
En la primera lectura, tomada del Libro de la consolación de Isaías, se anuncia al pueblo de Israel, cautivo y desterrado en Babilonia, el final de la opresión. Dios, que en el Éxodo le abrió caminos en el mar, está presto a hacer nuevos prodigios, a aflorar agua en el desierto y ríos en el yermo, a brindar a su pueblo la salvación, la libertad y la alegría, que en la segunda lectura cifra San Pablo en el conocimiento de Cristo y en la adhesión a su persona. Porque todo lo demás es pérdida, es preciso desprendernos de los lastres que impiden el seguimiento de Cristo, volando hacia la meta ligeros de equipaje para ganar el premio.

 

Urge, pues, que en el final de la Cuaresma intensifiquemos nuestra conversión, nuestra vuelta al Señor con todo lo que somos y tenemos, entendimiento y voluntad, afectos y sentimientos, opciones y compromisos. Urge que rompamos con el pecado que nos atenaza y roba nuestra libertad, y que aligeremos nuestra carga de toda adherencia terrena, nuestros miedos y cobardías, nuestras ataduras y apegos, nuestras claudicaciones y pecados. Todo es nada en comparación con la grandeza de una vida en comunión con el Señor, pues con Él, como nos dice San Pablo, todo es ganancia.

 

 El Evangelio nos narra la acogida que dispensa Jesús a la mujer adúltera. La ley judía castigaba el adulterio con la muerte. Los fariseos pretenden que el Señor condene a la mujer, pero Él rehúsa condenarla. La mirada de Jesús no se queda en lo exterior, sino que va al corazón. Ante Él no valen fingimientos. Los fariseos que acusan a la mujer son pecadores e hipócritas, mientras la mujer adúltera es una pecadora arrepentida. Los humildes de corazón, los que sinceramente se arrepienten y confiesan su pecado, ganan el corazón misericordioso de Dios y reciben su perdón.

 

La conversión, el abandono de los ídolos y el arrepentimiento de nuestros pecados inicia en nosotros una vida diferente, configurada por la fe en Jesucristo, su seguimiento, el amor y la obediencia. De esta forma, vivir es convivir con Cristo, en la piedad y en el amor al prójimo, para alcanzar con Él los bienes de la resurrección y de la vida eterna. Todo esto es posible porque Dios está a nuestro lado regalándonos la vida nueva de su gracia, permitiendo que en el desierto de nuestro corazón corran ríos de agua viva.

 

Las lecturas de este domingo constituyen una llamada vigorosa a la conversión profunda del corazón, huyendo de la cosmética superficial y del aderezo que enmascara. En los compases finales de la Cuaresma, la Iglesia y la liturgia nos invitan a escuchar con docilidad la voz del Señor que nos llama. Confesemos nuestros pecados con humildad y verdad, con verdadero arrepentimiento y compunción del corazón. No endurezcamos nuestros corazones. El premio de la conversión es el gozo del abrazo del Padre, que nos espera y perdona siempre, y la alegría de la  vida en comunión renovada con Jesús.

 

Una tentación en el proceso de nuestra conversión es actuar como los fariseos hipócritas, que acusan a los demás y se olvidan de su miseria moral. Cada cual hemos de arrepentirnos de nuestros propios pecados, en vez de acusar a los demás, tantas veces con una falsa justicia. A Dios no le podemos engañar; su mirada va directamente al corazón.

 

Qué bueno sería que todos los cristianos de la Archidiócesis nos preparáramos para vivir la Semana Santa con una buena confesión, ejercicio supremo de humildad y verdad, sacramento de la paz, de la alegría y del reencuentro con Dios, un sacramento  que cada día hemos de apreciar más, como nos ha pedido reiteradamente en estos años el Santo Padre Benedicto XVI. En la Exhortación Apostólica Sacramentum charitatis  nos decía el Papa a los pastores que ayudemos a los fieles a recuperar el sentido del pecado, que la cultura actual ha desdibujado, “favoreciendo una actitud superficial que lleva a olvidar la necesidad de estar en gracia de Dios para acercarse dignamente a la comunión sacramental”  (n. 20).  Nos pide también que recordemos a nuestros fieles que “el pecado nunca es algo exclusivamente individual”, pues “comporta también una herida para la comunión eclesial”, aspecto este que a todos nos debería impresionar. Con nuestros pecados, en efecto, nos estamos haciendo responsables de los pecados ajenos.

 

Deseándoos que trabajéis seriamente  en vuestra conversión en los compases finales del tiempo santo de Cuaresma, para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.


 

+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla


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