Autenticidad, compromiso y pasión de un cofrade. En torno a Rafael Serna
Hay vidas en cuyo centro repentinamente se instala un cuadrilátero y la persona se ve convertida en un púgil que lucha contra la muerte. Si ese ring lo inunda la fe, el enfermo se alza de puntillas sobre un mundo descreído sin ánimo de dar lecciones, sin ofender, con el único ropaje de ese temblor teñido de esperanza, y la certeza de que puede estar acercándose al abrazo definitivo con su Padre celestial. Si hay fe y se desvela la propia conciencia ésta puede convertirse, sin proponérselo, en un examen que involucra e interpela a la de otros. Si hay fe, y se es cofrade, la admirable catequesis que inunda los espacios de esta geografía española, de una Sevilla encendida, se convierte en el alimento del día a día. Todo ello puede atribuirse a Rafael Serna, este querido hermano a cuyo perfil me he ido acercando, consciente de su doctorado en la gran universidad del dolor, que habiendo obtenido otros títulos humanos —todos de innegable alcance puesto que por sus méritos se los concedió su pueblo de Sevilla, al que tanto quiso—, ha logrado finalmente en el cielo el único que merece la pena, el que conquistó en la tierra.
Pertenecer y ser de una hermandad no es lo mismo, como otros muchos han dicho. Y sin intención de herir sensibilidades la realidad es que afanes de poder, y otros variados intereses humanos inducen a veces a ciertas personas a integrarse en ella. Que hay quienes portan los cilicios y cadenas en promesas solamente un día al año, lo cual no les resta estima desde luego. Que en muchos casos es la fuerte tradición familiar la que les anima, pero hay quienes reconocen que no tienen fe y hasta llevan sobre sus hombros una determinada imagen sin experimentar ningún atisbo de emoción. Por fortuna son minoría. Otros viven al margen de la Iglesia pecando de incoherencias en su vida y sin mostrar interés por su formación continuada aunque se involucren en sus cultos u otras actividades puntuales. Pero ya una autoridad como Rafa Serna señaló el espíritu que debe animar a un cofrade apuntando a un «vivir» que es compromiso personal: «si no la vives por Él (por Cristo),/ no existe la Semana Santa,// Si no eres capaz de ayudar/ de aprender a perdonar,/ serás simplemente/ un fantasma,/ vestido de penitente,/ protagonista de una farsa/ y no te llames creyente,/ porque tú no crees en nada». Por eso, la pertenencia por sí sola no es indicativo de nada, por más que la visión de filas interminables de nazarenos en la calle dé una imagen de cohesión colegial en la fe. Hay que pertenecer y ser, lo cual se cumple en muchos cofrades naturalmente. Y hay que rezar para que no se pierda esta bellísima tradición popular religiosa de incuestionable peso en una sociedad que peca de increencia alejándose de Dios y de la Iglesia.
Rafael no solo pertenecía a varias hermandades; era de ellas Y DE TODAS. Y en esos matices del verbo ser por lo que se aprecia en su pregón de 2016, lo que hay tras él es una persona frágil que se descalza ante Dios despojándose de todo lo que añora este mundo. Porque alguien que lucha contra la muerte por fuerza ya ha debido desprenderse de su libertad para ciertas decisiones, e incluso de algunos de sus más recónditos anhelos y querencias; se convierte en una especie de niño quedando a merced de manos ajenas; ha ido vaciando su interior de esos inútiles baúles llenos de trastos que de nada le servirán. La vertiente existencial del cáncer es innegable. Pone al que lo sufre en un disparadero. Y ya es de admirar que en ese fragor de la batalla aún se extraigan fuerzas para compartir los entresijos de la fe, como hizo él, con la hondura y profundidad de un hombre de Dios, desnudando su alma y poniendo en el candelero con su pregón vivencias tan íntimas que solo pueden brotar de quien ha hecho de su vida oración: «¡Ante Ti!/ con la tarea inacabada, /incompleto mis perdones/ y el dolor hecho palabra/ que habla de sin sabores. // Cuando tiemblan los cimientos de la vida/ y se oscurece todo el horizonte. /¿llegó el final de la partida?/ No hay tormenta/ con más grandes nubarrones,/ busco puerto donde atracar/ con todos mis errores,/ Se de sobra donde está/ la playa apetecible,/ no se puede comprar el tiempo/ en mostradores…».
No le importó desvelar su aflicción por un amor que no correspondía, como hubiera deseado, al AMOR con mayúsculas. Ese es el cofrade genuino. El que se hunde en la verdad que aprecia en sí mismo abriéndose en canal ante quien corresponda. Rafael hizo penitencia pública dando con ello una insuperable lección, máxime cuando esta voz era ya la de un hombre fatigado que tal vez en ese instante podría intuir el final de su humano viaje: «Yo que siempre navegué en la indiferencia,/ en aguas de poco calado,/ pecado sobre pecado,/ sin querer ver la evidencia// El dolor que sufren mis hermanos,/ la injusticia, mi avaricia y tu pobreza/ van cogidas de la mano.// ¿Cómo te pido perdón,/ si no perdono primero?/ si no soy capaz de mirar atrás/ y ver el daño que he hecho,/ si no le tiendo la mano,/ al que un día llamé hermano,/ imponiendo mi razón y mi derecho,/ ¿Derecho a qué?/ Por ese camino,/ solo a morir solo, en el lecho/ del pecado y del olvido./ ¿Cómo te ruego salud?/ si yo no ayudo al enfermo, / solo miro mi flaqueza,/ mi falta de fortaleza, // Primero yo y yo primero…». «Y ahora te digo,/ ¿como devuelvo ese amor?/ ¿cuál es mi deuda, Señor, por seguir estando vivo?»
Emocionante testimonio de un hombre rendido a los pies de Cristo, que ya tiene por modelo, dispuesto a poner a bien su conciencia. Oyéndole uno se da cuenta de que ha de hacer lo propio con la suya. Era, hoy podemos decirlo, su «testamento espiritual». Estaba conviviendo con Dios, por eso hablaba así de Él. No se hallaba en la oscuridad, porque eso, como dice el Papa habría significado «estar satisfecho consigo mismo, estar convencido de no necesitar salvación».
Se sentía bajo el manto de la Madre del cielo, y la glosaba, como a Cristo, con su verbo encendido que iba más allá de la simple emoción y de la técnica. Nadie da lo que no posee. En su ser de las hermandades sabía que debía ofrendarlo todo. Además, que fuese una figura de tanta relevancia social le permitiría descubrir a la gente la gran labor de las bolsas de caridad que en ellas existen, algo que muchos desconocen, yendo más lejos en su compromiso al involucrarse en otros proyectos solidarios. En suma, era fiel hijo de Cristo y de María, o al menos seguro lo intentaría, todos los días del año marcados en los últimos de su vida con sus propios cilicios y cadenas. No hay más que ver el brillo de sus ojos incluso cuando la huella de la enfermedad se había cebado en su cuerpo y en su rostro. Se apreciaban en él las heridas de un frágil corazón, que saliendo de sí mismo se posaba en el de sus congéneres, con el anhelo de socorrer a todos los que padecen, que son multitud. Es el signo de la solidaridad que traza un sello indeleble en el ánimo de los que pasan o han atravesado dolorosos senderos, y que en él se convertía en imperiosa súplica por ellos: «¿Qué camino he de elegir?/ Dime por dónde tiro.// ¿Cómo ayudo a otras personas/ que ahora pasan por lo mismo?».
Los profundos mensajes legados en su pregón constituyen el signo inequívoco del afán de ser todo para Dios que le guiaba, que al constituir el fin de toda persona, lo es de todo cofrade que sea verdaderamente creyente. Al menos a esas alturas sabía que la columna vertebral de una hermandad es la vida espiritual que ha de acompañar al cofrade cada jornada de su acontecer.
Ser cofrade, aunque se haya elegido, es una gracia, un honor, un privilegio, una responsabilidad. Requiere pasión e ilusión, sí. Pero sobre todo llama a un compromiso vivencial con todo lo que ello conlleva, incluida la vida sacramental, porque el cristiano ha de saber que como hijo de Dios es testigo para el mundo. Todo ello y mucho más llevó consigo Rafael cosido a la cruz de sus dolores y de sus desvelos, orgulloso de su filiación, seguro por su fe en un camino que estuvo sembrado de rosas y de espinas. «Todo está hecho ¿o todo está por hacer?/ todo ha terminado ¿o todo está por empezar?/ Dejaste el mundo en nuestras manos/ porque pensaste que seríamos capaces de seguir Tu verdad,/ dejaste caer sobre la Humanidad una frase tan sencilla/ —Amaos los unos a los otros—. ¡Casi ná!… —Amaos los unos a los otros como Yo os he amado—, ¡toma ya!…// Ahí la llevas sevillano,/ si quieres llamarte cristiano,/ coge ese frase na má/ y ponla siempre en tus labios, / Gran Poder de los humanos/ hágase tu voluntad».
Así sea, inolvidable y querido Rafael Serna.
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