Bondad. Antídoto contra el cansancio
El mal produce cansancio; es realmente agotador, merma las fuerzas, aborta la esperanza, constituye un freno para el desarrollo personal porque no crea, destruye; no aporta luz sino oscuridad. Y hoy día las noticias negativas giran cual veletas a la intemperie inundando el quehacer de todos nosotros y en numerosas ocasiones ni siquiera tenemos la certeza exigida por el código deontológico periodístico de que respondan a la verdad. Las fake news hace tiempo que se han asentado cómodamente en ciertos medios y revolotean y se expanden por doquier como oscuras cenizas sembrando equívocos y dudas.
Si esta realidad provoca desasosiego, cómo no va a producirlo el mal trato sea cual sea el lugar donde se produzca. La machaconería, la queja reiterada, la altisonancia o la constante alusión a los aciertos personales en detrimento de lo que hacen los otros, junto a los reproches constantes, las ironías y demás generan hartazgo, de eso no hay duda. Por el contrario la bondad, que no es ñoñería precisamente sino el rasgo de una gran reciedumbre y madurez, aligera la existencia, inunda de paz nuestro corazón. Parece que no venga al caso, pero ignoro por qué algunos críticos de cine califican negativamente determinadas cintas en las que se destacan la amabilidad, la valentía, la generosidad, el respeto, la gratitud —el bien, en suma que va acompañado de la alegría—, y rubrican el valor de otras películas en las que predomina la negatividad. Es algo que llama la atención, especialmente cuando la principal reserva que se aprecia en el análisis del film en cuestión es precisamente lo relativo a esos aspectos espirituales aunque el resto sea poco menos que impecable. Demasiadas reticencias ante la bondad cuando la realidad es que un espectador sin prejuicios abandonará la sala de proyección sereno y encantado de haber tenido la ocasión de visualizar lo que al menos en su interior reconoce como lo más deseable para sí mismo y para los demás.
Dicho esto, gran parte de la sociedad está deseosa del bien. Vivimos sin zozobras cuando en el escenario en el que nos desenvolvemos prima el esfuerzo por agradar al otro, en una especie de porfía para ver quién se da más en el amor. Hay transparencia en la conducta de una persona abnegada, que muestra su afán por compartir lo que posee, sean dones o bienes materiales. Y siempre, invariablemente, los gestos de quienes así actúan llaman positivamente la atención. Íntimamente desearíamos ser como aquellos que nos sorprenden con su humildad, sencillez, mansedumbre, paciencia, que destacan los valores ajenos y no murmuran… Una riqueza que todos tenemos; no es privativa de unos cuántos. Cuando san Felipe Neri aconsejaba a los niños descarriados que condujo por el sendero del bien: «sed buenos, si podéis», no negaba la posibilidad de ejercitar la bondad, sino que era una especie de reto que les ponía. Su alegría fue el lienzo sobre el que dibujó para ellos el más hermoso hogar que soñaron poseer.
La bondad es un activo que genera todas las riquezas que el mundo no puede dar. Es un caudal de energía, antídoto para el cansancio y el sufrimiento. El papa Francisco en 2018 se dirigió a un grupo de jóvenes recordando el papel que podían realizar especialmente entre los niños que sufren, que viven la trágica experiencia del maltrato y la soledad, invitándoles a ser «generosos canales de bondad y bienvenida» para ellos. Séneca en sus Cartas morales a Lucilio había plasmado una idea importante: «Una gran parte de la bondad consiste en desear ser bueno». Ese anhelo ya es una forma de bondad, el inicio de la misma. Pero aún hay algo más que este gran filósofo, político, orador y escritor romano puso de relieve: «Hombre bueno nadie lo es ciertamente sin la ayuda de Dios: ¿puede alguien, acaso, elevarse por encima de la fortuna, de no ser ayudado por Él?». Es evidente que en la bondad hay sabiduría y gracia, esa que incesantemente riega nuestro corazón. No lo olvidemos: «Haciendo el bien nutrimos la planta divina de la humanidad; formando la belleza, esparcimos las semillas de lo divino». (Schiller).
Isabel Orellana Vilches
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