Carta del Arzobispo a los sacerdotes y diáconos de nuestra Archidiócesis
Queridos hermanos y amigos:
Comienzo esta carta agradeciendo vuestro interés, vuestras llamadas y mensajes y, sobre todo, vuestras oraciones, con ocasión de mis dos recientes hospitalizaciones, en la primera semana de mayo y en la segunda de julio. Gracias a Dios, estoy muy bien. He estado unos días en Sigüenza y he descansado. En estos días recibiréis el folleto de las Orientaciones Pastorales para el curso 2017-2018. Allí se señalan las tareas, acentos y prioridades para la nueva etapa pastoral que estamos a punto de iniciar. El texto que ahora os envío es de carácter distinto. Quiere ser una carta personal a todos y cada uno sobre nuestra fidelidad al Señor y nuestra vida interior, que es lo que confiere autenticidad y verdad a nuestro ministerio y da alas a nuestra caridad pastoral. Cuanto digo a los sacerdotes, proporcionalmente está dirigido también a los diáconos.
Tanto un servidor como don Santiago os recordamos en nuestra oración y damos gracias a Dios por todos vosotros: por el don de vuestra vocación, que es regalo del Señor, por el servicio magnífico que prestáis a la Iglesia, y por vuestra fidelidad, una fidelidad que manifestáis a diario con el testimonio de vuestra vida y con la dedicación entusiasta al anuncio del Evangelio, a la edificación de la Iglesia, en la administración de los sacramentos y en el servicio permanente a vuestros fieles. Damos gracias al Señor, porque seguís con la mano puesta en el arado, a pesar de la dureza de la tierra y de la inclemencia de los tiempos.
No pretendo daros una lección sobre teología del sacerdocio. Os remito simplemente a la rica doctrina sobre nuestro ministerio que nos ofrecen el Concilio Vaticano II, el Magisterio Pontificio y los documentos de nuestra Conferencia Episcopal, que todos tenéis a vuestro alcance. Os invitamos a leerlos y meditarlos de nuevo. Sí quiero recordaros que nuestra vida y ministerio se fundamentan en nuestra relación personal e íntima con el Señor, que nos ha hecho partícipes de su sacerdocio. La iniciativa partió de Él. Fue Jesús quien nos eligió como amigos y es en clave de amistad como se entiende nuestra vocación. Él llamó a los apóstoles para estar con Él y enviarlos a predicar (Mc 3,14). Lo primero fue estar con Él, convivir con Él, para conocerle íntimamente, no de oídas.
En la noche de la Cena nos llamó amigos: Vosotros sois mis amigos (Jn 15, 14-16). Vivir con entusiasmo y alegría la amistad con Jesús es una experiencia generadora de vida y de vida abundante (Cfr. Jn 10,10). El trato, el conocimiento y el amor, fruto de la amistad, nos hacen testigos. Con la fuerza del Espíritu Santo, después de Pentecostés, los apóstoles se presentan ante el pueblo afirmando: Nosotros somos testigos (Hch 3,15). Nuestro mundo necesita, hoy como ayer, que los sacerdotes salgamos a su encuentro diciendo somos testigos, os anunciamos lo que hemos visto y oído (1 Jn 1,3). La raíz fecunda de este anuncio está en la intimidad con Jesús. Nos lo dijo el beato Pablo VI en la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi: El mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible (EN 76). Nos lo ha dicho también el papa Francisco en la solemnidad de los apóstoles Pedro y Pablo de este año: los sacerdotes y los obispos somos apóstoles en camino, que confesamos a Jesús con la vida porque lo llevamos en el corazón.
En los inicios de un nuevo curso pastoral, utilizando palabras del papa Benedicto XVI, en la carta de convocatoria del Año Sacerdotal en junio de 2009, os invito a perseverar en nuestra vocación de amigos de Cristo, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él. Os invito también a fortalecer la amistad con el Amigo y a renovar cada día el carisma recibido por la efusión del Espíritu y la imposición de manos del obispo. Ello no será posible si no subimos cada día, como Jesús, al monte de la oración. Sólo así crecerá cada día nuestra caridad pastoral y desempeñaremos dignamente nuestra tarea apostólica. Sólo así podremos llevar a Cristo y su Evangelio a los hombres y mujeres de hoy. La oración es tarea prioritaria en nuestro ministerio. Nos lo ha dicho también en la citada homilía el papa Francisco: La oración es la fuerza que nos une y nos sostiene, es el remedio contra el aislamiento y la autosuficiencia que llevan a la muerte espiritual… el Espíritu de vida no sopla si no se ora.
Porque la oración y la vida interior deben ser una prioridad en nuestra vida sacerdotal, os pido que al mismo tiempo que planificáis previsoramente vuestras actividades pastorales, tratéis también de rehacer vuestro plan de vida personal, poniendo en vuestra agenda los medios y tiempos que necesitamos para mantener vivo el amor al Señor y el celo apostólico: los tiempos de oración personal, la adoración del Santísimo, el rezo del Oficio, la celebración diaria de la Eucaristía, la recepción frecuente del sacramento de la reconciliación, la lectura espiritual, el examen diario de conciencia, el rezo del Santo Rosario cada día, la dirección espiritual, el retiro mensual y los Ejercicios espirituales anuales. Como novedad, os anuncio que en este año tendremos en Sevilla dos convocatorias del curso Discípulos y Apóstoles, a cargo de la Comisión Episcopal para el Clero y su Secretariado, que tan buenos frutos ha producido en otras Diócesis. La Delegación diocesana para el Clero os informará oportunamente. Aprovechad esta oportunidad que tanto bien nos puede hacer.
Nada de ello será tiempo perdido o restado al trabajo pastoral, sino muy al contrario, será manantial de coraje y alegría para afrontar sin desánimo la dureza del camino en los tiempos no fáciles que nos ha tocado vivir. Subrayo la dimensión espiritual de nuestras reuniones arciprestales, que no deben quedarse en la mera convivencia fraterna y en la planificación pastoral, puesto que deben incluir también espacios para la oración y la formación. Encomiendo estos acentos a los vicarios episcopales y a los arciprestes. A todos ellos encarezco que acompañen cercanamente a los sacerdotes de su demarcación, especialmente a los que se viven ajenos al presbiterio, que no participan nunca en nuestras convocatorias sacerdotales, que están aislados o problematizados.
La tarea del pastor es cuidar, guiar, alimentar, reunir y buscar. El papa Francisco nos ha dicho muchas veces que buscar es hoy especialmente necesario. El Señor vino desde el seno del Padre a buscar a la humanidad alejada de Dios y necesitada de redención. Él es el Buen Pastor, que busca a la oveja perdida para ofrecerle el amor de Dios (Jn 10,1-18). Un ámbito privilegiado en el que experimentamos su amor misericordioso es la recepción y administración del sacramento del perdón. Permitidme que me refiera una vez más a este sacramento, que los sacerdotes hemos de recibir frecuentemente, experimentando en nosotros el perdón y la misericordia de Dios que nos renuevan. El papa san Juan Pablo II, en su última visita a su Polonia natal, afirmó que fuera de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para la humanidad. Por la misma razón, no debemos regatear esfuerzos para mostrarnos disponibles para ofrecer a nuestros fieles el sacramento del perdón. Es un deber de justicia. Escatimar nuestra entrega ilusionada y paciente a este hermosísimo sacramento, siguiendo el pensamiento de san Juan Pablo II, es restarle futuro al mundo. No olvidemos que los sacerdotes somos iconos del Padre misericordioso.
Jesús es el Buen Samaritano de la humanidad, que se apea de su cabalgadura, se arrodilla ante el hombre apaleado por unos bandidos, lo cura con aceite y vino, lo venda, lo levanta y lo lleva a la posada para que lo cuiden (Lc 10,25-37). Jesús buscó a los de Emaús en la tarde de Pascua (Lc 24,13-25), y hoy sigue saliendo a buscar a tantos hermanos nuestros alejados de la casa paterna y de la gracia de la filiación. Buscar es tarea del sacerdote consciente y enamorado del Señor y de su preciosa vocación. Nuestras comunidades decrecen. Las palabras de Jesús tengo también otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz… (Jn 10,16), deben resonar cada día en nuestro corazón.
El papa Francisco nos ha urgido a ser una Iglesia en salida, una Iglesia misionera, a salir sin miedo, porque son incontables los que no están, los que no participan en el banquete de su Reino, los que desconocen que Dios es un Padre bueno, que nos ama entrañablemente y que quiere hacernos miembros de su familia. Esta invitación del Papa es, sin duda, una interpelación y un revulsivo para nuestra vida sacerdotal, en la que tal vez algunos de nosotros podemos sentir la tentación de vivir demasiado instalados y acomodados, con poco dinamismo y tensión apostólica. Es una llamada a despertar, a superar la tentación del conformismo, la tibieza, la dispersión o el sedentarismo, que algunos podemos sentir, pues en nuestro ministerio apostólico no tenemos tiempo que perder, porque la evangelización y el anuncio de Jesucristo no admite dilaciones ni esperas. En esta tarea, en campo abierto, hemos de contar con los carismas de la vida consagrada, dando su lugar también a los laicos, viviendo, en consecuencia, una autentica espiritualidad de comunión, que nos urge, en primer lugar, en el interior de nuestro presbiterio. En él hemos de vivir una verdadera fraternidad sacramental, afectiva y efectiva. .
Queridos hermanos sacerdotes: antes de concluir quiero deciros que el testimonio de vuestra vida entregada es motivo de alegría y esperanza para nuestra Archidiócesis. Sois importantes no sólo por lo que hacéis, sino, sobre todo, por lo que sois. El santo Cura de Ars solía repetir muchas veces que un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina. Pido al Señor que nuestras comunidades os acompañen y os arropen, que den gracias al Señor por tener un sacerdote bueno y celoso, y que admiren y reconozcan con gratitud vuestro trabajo pastoral y vuestra entrega, la entrega admirable también de los sacerdotes ancianos y enfermos, que ahora sirven a nuestra Archidiócesis de forma distinta, pero verdaderamente fecunda para quienes creemos en la Comunión de los Santos, con la oración y el ofrecimiento al Señor de sus achaques y sufrimientos.
Al mismo tiempo que pido a los seglares que leerán esta carta, que recen por nosotros, por los sacerdotes y los obispos, para que seamos siempre generosos y entregados, encomiendo al Señor vuestra fidelidad y perseverancia, porque la fidelidad es el amor que resiste el desgaste del tiempo. Os encomiendo a san Juan de Ávila, patrono del clero secular español, al santo obispo sevillano san Manuel González García, al beato Marcelo Spinola, arzobispo de Sevilla, y al santo Cura de Ars, san Juan María Vianney, patrono de los párrocos. En ellos tenemos todos un espejo en el que mirarnos. Os confío especialmente a la Virgen Santísima en su título de los Reyes, patrona de la archidiócesis. Os invito a entonar como Ella, con humildad y con alegría, nuestro propio Magnificat, agradeciendo al Señor el don inconmensurable de nuestro sacerdocio. El Señor nos la entregó como madre, cuando en el Calvario dice al discípulo amado: Ahí tienes a tu Madre (Jn 19,27). Y desde aquella hora, Juan la recibió en su casa (Jn 19,27). Como Juan, cada sacerdote ha de recibir en su casa, es decir en su corazón, a la Santísima Virgen, madre por un título especial de los sacerdotes, hermanos de su Hijo, que comparten con Él su único sacerdocio. A Ella os encomiendo en los inicios de un nuevo curso pastoral. Que Ella apoye y acompañe nuestro ministerio y custodie con su amor nuestra fidelidad.
Para todos, mi abrazo fraterno y mi bendición.
Sevilla, 8 de septiembre de 2017, fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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