Carta Pastoral ‘Ciudadanos del Cielo’
Queridos hermanos y hermanas:
La resurrección del Señor, que estamos celebrando con alegría, es el pilar fundamental de nuestra fe. Como nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica, es la verdad creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, predicada por los Apóstoles como parte esencial del Misterio Pascual, transmitida como fundamental por la Tradición y abiertamente afirmada en los documentos del Nuevo Testamento (n. 638). La resurrección es el sello de autenticidad de la persona, la obra y la doctrina de Jesús. Para nosotros, es un venero inagotable de seguridad y confianza. Gracias a la resurrección del Señor, sabemos que nuestra fe no es un desvarío y que el objeto de nuestro amor no es un fantasma, sino una persona viva, que vive y que nos da la vida.
La consecuencia más importante de la resurrección del Señor es nuestra futura resurrección. Si Jesús ha resucitado, también nosotros resucitaremos. Si en estos días penetráramos en una iglesia de Oriente, tanto católica como ortodoxa, es casi seguro que en el centro del iconostasio nos encontraríamos con tres preciosos iconos: en el de la izquierda veríamos representado el enterramiento de Cristo; en el central, su resurrección gloriosa; y en el de la derecha aparecería el Señor resucitado inclinado sobre un anciano postrado, débil, pobre y casi desnudo, en actitud de levantarlo. Ese anciano es Adán, el hombre viejo del pecado del que nos habla san Pablo. En realidad es la humanidad entera debilitada por el pecado del paraíso, sobre la que Cristo resucitado se inclina para devolverle la vida.
La escena nos muestra lo que significa para la humanidad la resurrección del Señor. Recuerda la descripción de la creación del hombre en el Génesis: Dios crea a Adán inclinándose sobre su figura de barro para insuflarle el espíritu. Fue aquella la primera de las obras de Dios. Cristo resucitado, por su parte, se inclina sobre el viejo Adán para recrearlo, comunicándole la gracia salvadora que brota de su misterio pascual, que brinda también a todo su linaje. Es el nuevo comienzo, tan importante como el primero.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice también que, después de su muerte, el Señor bajó al seno de Abraham para liberar a los justos anteriores a Él, aplicarles los frutos de la Pasión y abrirles las puertas del cielo (nº 633-635). Ojala que en estos días de Pascua, al mismo tiempo que sentimos muy vivo el gozo que brota del anuncio de la resurrección del Señor, experimentemos también la alegría inmensa que nace espontánea de la aceptación de esta verdad original del cristianismo: somos ciudadanos del cielo, cuyas puertas nos ha abierto el Señor en su resurrección de entre los muertos.
El domingo de Pascua, san Pablo nos invitaba a sacar las consecuencias que la resurrección del Señor entraña para nuestra vida cristiana: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra». La esperanza en la resurrección debe ser fuente de consuelo y fortaleza ante las dificultades, y contrariedades, la enfermedad, los problemas familiares, profesionales o económicos. La esperanza en la resurrección es además fuente de sentido en nuestra vida. Porque Cristo ha resucitado, nosotros creemos y esperamos en la vida eterna, en la que viviremos dichosos con Cristo, con su Madre bendita y con los Santos.
Esta perspectiva, fruto de la Pascua, debe marcar nuestro presente, nuestras opciones y actitudes, nuestras convicciones y comportamientos. Así lo vivían las primeras generaciones cristianas. Su estilo de vida es el propio de quienes están convencidos de que su verdadera patria es el cielo. Por ello, no ponen sus afanes en los bienes materiales, tienen un solo corazón y una sola alma, rezan y acuden asiduamente a escuchar las enseñanzas de los Apóstoles, dan testimonio de la resurrección de Jesucristo con mucho valor y son queridos por el pueblo (Hech 2,42-47). Nos lo confirma uno de los primeros documentos de la literatura cristiana, la carta a Diogneto, del que transcribo este párrafo fundamental: «Los cristianos no se distinguen de los demás ni por su modo de hablar ni por sus costumbres. No habitan ciudades exclusivas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás… Se adaptan en vestido, comida y género de vida a los usos y costumbres de cada país… Su conducta, sin embargo, es admirable y… sorprendente. Habitan en sus propias patrias, pero como forasteros… Toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria tierra extraña… Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo… Son pobres y enriquecen a muchos. Carecen de todo y todo les sobra… Están en la carne, pero no viven según la carne”.
Dios quiera que todos hagamos nuestro este estilo de vida. Contad con mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan Jose Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla