Carta pastoral ‘San Pablo, apóstol de la unidad’
Queridos hermanos y hermanas,
Clausuramos el próximo sábado, fiesta de la conversión de San Pablo, la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos que debe ayudar al pueblo cristiano a renovar su compromiso a favor de la unidad y a intensificar las iniciativas comunes en el camino hacia la perfecta comunión de todos los discípulos de Cristo.
La personalidad del Apóstol quedaría incompleta sin su perfil ecuménico. La unidad de la Iglesia y de las comunidades por él fundadas es una idea casi obsesiva en sus escritos, en los que tiene muy presente la voluntad expresada por el Señor en la última Cena, que sin duda bien conocía: «Que todos sean uno, como Tú, Padre, estás en mí y yo en Ti… para que el mundo crea» (Jn. 17, 21). Por ello, las indicaciones del Apóstol son muy adecuadas para alentarnos en nuestra responsabilidad ecuménica.
La unidad de la Iglesia, para San Pablo, tiene su fuente de la unidad trinitaria, unidad a la que debe tender como a su fin, pues es el Padre quien nos convoca como pueblo de Dios, el Espíritu Santo quien nos enriquece con sus dones en una única Iglesia nacida del costado de Cristo dormido en la Cruz, por la cual Él se ha entregado para purificarla y santificarla. De este modo, la Iglesia, como afirma el Concilio Vaticano II citando a San Cipriano, pero inspirándose en San Pablo, es “una muchedumbre de pueblos reunida por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (LG). La Iglesia se realiza como Iglesia imitando la unidad de la que procede. En consecuencia, para el Apóstol, la unidad no es algo periférico en la vida de la Iglesia, sino que pertenece a su esencia más genuina.
San Pablo tuvo que batallar duramente para mantener la unidad de sus comunidades. Los cristianos procedentes del judaísmo consideraban a los provenientes de la gentilidad como de segunda clase y se resistían a formar comunidad con ellos. El Apóstol tuvo que luchar también para mantener la unidad interna de las iglesias por él fundadas, sobre todo en la comunidad de Corinto, en la que afloran cismas y divisiones hasta en la celebración de la cena del Señor (1 Cor 11,18ss), surgen disputas acerca del rango de los carismas (1 Cor 12,1ss), y afloran también matices diferenciados según haya sido uno u otro el predicador del evangelio, hasta el punto de que unos afirman proceder de Pablo, otros de Apolo, algunos de Cefas y otros de Cristo. Por ello, Pablo llega a preguntarse: “¿Acaso está dividido Cristo?” (1 Cor 1,13), al tiempo que subraya que todos los dones y carismas proceden del mismo y único Espíritu (1Cor 12,11) y que, en consecuencia, no caben divisiones en la comunidad porque, así como en el cuerpo humano todos los miembros son un cuerpo único, así sucede también el en cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia (1 Cor 12,12).
Estas afirmaciones paulinas no son coyunturales. Son válidas para sus comunidades y para las iglesias de todos los tiempos. Las razones para mantener, buscar y luchar por la unidad son de gran peso: Dios es uno, de quien todo procede, y uno sólo es el Señor, Jesucristo (1 Cor 8,6). Una sola es la fe, la esperanza y la vocación a la que hemos sido llamados; uno el bautismo que nos ha consagrado a la única e indivisible Trinidad; y uno sólo es Dios, Padre de todos, que está sobre todo, lo penetra todo y está en todo (Ef. 4, 4‑6). Otra razón importantísima para mantener la unidad es la Eucaristía, el sacramento de la unidad, porque, como afirma rotundamente el Apóstol, “puesto que el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, todos los que nos alimentamos de un único pan” (1 Cor. 10, 17).
¡Cuánto contrastan estas afirmaciones de San Pablo con el panorama de las iglesias cristianas divididas hoy en múltiples confesiones y grupos! ¡Cuánto contrastan, sobre todo, con la voluntad positiva de Cristo, que en la víspera de su Pasión pide al Padre que todos sus discípulos seamos uno! Las actuales divisiones son un escándalo y un freno para la evangelización, pues el mundo sólo creerá en nosotros los cristianos en la medida en que nos vea unidos.
De ahí nuestro compromiso en favor de la unidad. Rezar cada día y sacrificarnos por ella, tratar con aprecio y afecto a los cristianos no católicos que viven en nuestro entorno y ser humildes artesanos de la concordia, de la unidad y de la paz en nuestro hogar y en los ámbitos en los que se entreteje nuestra vida, son formas magníficas de trabajar por el ecumenismo. Que Dios nos ayude a todos en este compromiso y conceda pronto a su Iglesia el don de la unidad.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla