CREO EN LA IGLESIA QUE ES MI MADRE
Es verdad que en el Credo, la Iglesia es uno de los artículos de la fe. Para mí, sin embargo, la Iglesia creída, antes que concepto, idea o doctrina, es una experiencia vital, una experiencia de vida sobrenatural compartida. Con el Concilio Vaticano II, entiendo la Iglesia como la Encarnación continuada, como el sacramento de Jesucristo, su prolongación en el tiempo. La Iglesia es Cristo que sigue entre nosotros predicando, enseñando, acogiendo, perdonando los pecados, salvando y santificando, hasta el punto de que, como escribiera el P. De Lubac, si el mundo perdiera a la Iglesia, perdería la Redención.
Para mí la Iglesia no es el intermediario engorroso del que uno trata de desembarazarse por inútil y molesto. Al contrario, es el ámbito necesario y natural de mi encuentro con Jesús y la escalera de mi ascensión hacia Dios, en frase feliz de San Ireneo. Sin ella, antes o después, todos acabaríamos abrazándonos con el vacío, o terminaríamos entregándonos a dioses falsos.
Para mí además, es el puente que salva la lejanía, la distancia y la desproporción que existe entre el Cristo celestial, único mediador y salvador único, y la humanidad no glorificada y peregrina. Con San Cipriano de Cartago, concibo la Iglesia como el regazo materno que me ha engendrado y que me permite experimentar con gozo renovado cada día la paternidad de Dios.
Al sentirla como madre, la siento también como espacio de fraternidad. Junto con sus otros hijos, mis hermanos, la percibo como familia, mi familia, como el hogar cálido que me acoge y acompaña, como la mesa en la que restauro las fuerzas desgastadas y el manantial de agua purísima que me renueva y purifica. Recibo su Magisterio no como el yugo o la carga insoportable que esclaviza y humilla mi libertad, sino como un don, como una gracia impagable, como un servicio magnífico que me asegura la pureza original y el marchamo apostólico de su doctrina.
Vivo mi pertenencia a la Iglesia con alegría y con inmensa gratitud al Señor que permitió que naciera en un país cristiano y en el seno de una familia cristiana, que en los primeros días de mi vida pidió a la Iglesia para mí la gracia del bautismo. Si no fuera por ella, estaría condenado a profesar la fe en solitario, a la intemperie y sin resguardo. Gracias a ella, me alienta y acompaña una auténtica comunidad de hermanos.
Vivo también mi pertenencia a la Iglesia con orgullo, con la conciencia de ser miembro de una buena familia, una familia magnífica, una familia de calidad, pues si es verdad que en ella hay sombras y arrugas, es también cierto que la luz, ayer y también hoy, es más intensa que las sombras, y que la santidad, la generosidad y el heroísmo de muchos hermanos y hermanas nuestros es más fuerte que mi pecado y mi mediocridad.
Vivo además mi pertenencia a la Iglesia con amor, no referido a una Iglesia soñada e ideal, que sólo existirá después de la consumación de este mundo, sino a esta Iglesia concreta que acaba de entrar en el tercer Milenio del cristianismo bajo el cayado de los Papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y el Santo Padre Francisco. Y porque la amo, me duelen hasta el hondón del alma las caricaturas injustas y grotescas y las desfiguraciones gratuitas y malévolas de quienes hablan de ella sin conocerla, sin vivir en ella y desde ella. Me duelen las campañas de quienes no pierden la ocasión, aún la más esperpéntica y disparatada, para desacreditarla, decretando que su ciclo vital toca a su fin y mellando la confianza de los fieles en sus pastores. Me duelen, sobre todo, los zarpazos de sus propios hijos y las críticas desconsideradas y negativas que no nacen del amor.
Quisiera vivir mi pertenencia a la Iglesia con responsabilidad como cristiano y como pastor, de manera que mi vida sea una invitación tácita a penetrar en ella, conocerla, vivirla y sentarse a su mesa. Quisiera, por fin, que lo que la Iglesia es para mí, lo sea también a través de mí, es decir, regazo materno y cálido hogar, puente, escalera, lugar de encuentro, mesa fraterna, manantial y, sobre todo, anuncio incansable del Señor a mis hermanos, muy especialmente a aquellos que la propia Iglesia ha confiado a mi ministerio.
Deseándoos un feliz día del Señor, para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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