‘Dejaos reconciliar con Dios’, carta pastoral del Arzobispo de Sevilla
Queridos hermanos y hermanas:
Iniciamos la segunda semana de Cuaresma. En ella, la Iglesia nos invita a subir a Jerusalén para vivir con el Señor su pasión, muerte y resurrección. El Evangelio de este domingo representa la segunda etapa de esa subida, la transfiguración en el monte Tabor y, con ella, la teofanía maravillosa en la que el Padre manifiesta la mesianidad y divinidad de su Hijo bienamado. En el Tabor los Apóstoles entienden que no están siguiendo a uno de tantos maestros como en tiempos de Jesús pululaban en Palestina, o a un visionario más con promesas atrayentes. Es Dios mismo quien habla por boca de su Hijo; es Dios mismo quien resplandece radiante en la persona, las palabras y los signos de Jesús.
Empezar el seguimiento del Señor suele ser cosa fácil y atrayente. Pero la perseverancia es un milagro. Lo comprobamos cada día a nuestro alrededor. El milagro de la perseverancia de Pedro y de los suyos se fraguó en el Tabor, en la contemplación del misterio de Jesús. Sólo quien percibe su verdad más profunda puede superar las dificultades. Un Jesús sin misterio, sin belleza, sin divinidad, no invita al seguimiento, ni provoca la fe, ni puede sostener la fidelidad de los discípulos. Por eso, hoy hay muchos que abandonan el camino de la fe, porque desconocen el misterio de Jesús. Son pocos los que conocen su verdad más verdadera y, en consecuencia, se dejan seducir por los ídolos del poder, el egoísmo, el dinero o el placer.
En la noche de Pascua, la liturgia nos pedirá que renovemos la renuncia a los engaños del demonio, que hicimos el día de nuestro bautismo, la renuncia a los ídolos que nos esclavizan, auténticos sucedáneos de Dios, que sólo nos ofrecen briznas de felicidad pasajera. En la noche de Pascua, la Iglesia nos invitará a que reafirmemos la única actitud que da sentido y consistencia a nuestra vida, la obediencia a la Palabra de Dios y a sus designios como única verdad de nuestra vida, la adoración del Dios vivo y verdadero, fuente de vida para sus hijos, y el anuncio del Evangelio a nuestros hermanos dando testimonio de cómo el Señor ha cambiado nuestras vidas.
Mientras llega ese momento, la Cuaresma nos llama a la conversión, a cambiar nuestra mente, los criterios y valores sobre los que asentamos nuestra existencia, tantas veces en contradicción con el Evangelio; a cambiar, sobre todo, el corazón, del que brota la bondad y la maldad, que después rebosa y se manifiesta en nuestra boca y en nuestras obras. «Convertíos a mí de todo corazón… rasgad los corazones y no las vestiduras» nos decía el Señor por boca del profeta Joel el Miércoles de Ceniza. No se trata, pues, de un cambio exterior, superficial y cosmético. Se trata de penetrar con valentía y verdad en lo más recóndito de nuestros corazones para descubrir los pecados que nos envilecen, nuestras claudicaciones cobardes, nuestra desgana, nuestra tibieza, las ataduras que nos esclavizan, los lazos que nos atan a la tierra y nos impiden volar hasta las alturas de Dios. Se trata en definitiva de abandonar nuestra resistencia sorda a la gracia del Dios fiel que nos busca siempre y reclama la reciprocidad de nuestra fidelidad a Él.
Para realizar esta tarea, como os decía hace dos domingos, es imprescindible el desierto, que no es tanto un espacio físico, sino una disposición del espíritu, que busca el silencio y la soledad tan importantes para afrontar nuestra renovación interior. Otros caminos de la Cuaresma son la limosna discreta y silenciosa, que sale al paso del hermano pobre y necesitado; el ayuno que prepara el espíritu y lo hace más dócil a la gracia de Dios; la mortificación voluntaria que nos une a la Pasión de Cristo y la aceptación del dolor y los sufrimientos que el Señor permite para nuestra purificación y como reparación por nuestros propios pecados y los pecados del mundo.
Actitud fundamental en la Cuaresma es, sobre todo, la oración y la escucha de la Palabra de Dios. En ella confrontamos nuestro tono espiritual débil y vacilante con el plan de Dios sobre nosotros. En ella reconocemos nuestras miserias, nos encomendamos a la piedad del Dios compasivo y misericordioso, que siempre nos perdona en el sacramento de la penitencia, sacramento de la paz, de la alegría y del reencuentro con Dios. A lo largo de estas semanas, hemos de buscar espacios largos para la oración serena, humilde y, confiada, que nos ayude a ahondar en el espíritu de conversión.
Con san Pablo, os invito, a dejaros reconciliar con Dios, que está siempre dispuesto a acogernos, abrazarnos y restaurar en nosotros la condición filial. Tomaos muy en serio este tiempo de gracia y salvación. No echéis en saco roto la gracia de Dios, que se está derramando a raudales en esta Cuaresma.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición. Feliz domingo, feliz día del Señor.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla