Domingo de la Ascensión del Señor
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once, y les dijo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado. A los que crean, los acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos”.
El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios.
Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la Palabra con los signos que los acompañaban.
Comentario de Miguel Ángel Garzón
Las lecturas de este domingo refieren el momento de la ascensión del Señor. Tanto el inicio del libro de los Hechos de los Apóstoles como el texto del final del evangelio de Marcos establecen la conexión entre la vida y misión de Jesús, que llegan a su culmen con su subida al cielo, y el inicio de la misión de la comunidad cristiana de ser sus testigos. Después de su resurrección, Jesús se aparece a sus discípulos y los envía al mundo. Deben proclamar el Evangelio que han escuchado y experimentado. Es una misión universal, hasta los confines del mundo. El que crea y se bautice alcanzará la salvación, el mal no podrá provocarle un daño mortal, su vida se renovará y será portador de esta vida para los demás. Las últimas palabras del Resucitado aluden a la promesa del Espíritu que será quien los fortalezca para la misión. Esta tarea durará hasta el momento fijado por el Padre, cuando el Señor vuelva del cielo para consumar toda la historia y establecer definitivamente el Reino de Dios.
La carta a los Efesios presenta una oración de petición para que Dios conceda a todo creyente la capacidad de entender esta esperanza a la que está llamado. Se trata de la participación en la misma gloria que alcanzó el Señor Jesús, sentado junto al Padre, ejerciendo el dominio sobre el Universo. Desde allí, el Señor acompaña y asiste, como cabeza, a la Iglesia. Como cuerpo suyo, la hace partícipe de su señorío y va confirmando su palabra y misión. Pero, el presente, no es tiempo de mirar al cielo sino de ponerse en camino para continuar la misión hasta alcanzar esta meta gloriosa.