Domingo de Ramos
En aquel tiempo Jesús caminaba delante de sus discípulos, subiendo hacia Jerusalén.
Al acercarse a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, mandó a dos discípulos, diciéndoles: «Id a la aldea de enfrente; al entrar en ella, encontraréis un pollino atado, que nadie ha montado nunca. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta: “¿Por qué lo desatáis?”, le diréis así: “El Señor lo necesita”». Fueron, pues, los enviados y lo encontraron como les había dicho. Mientras desataban el pollino, los dueños les dijeron: «¿Por qué desatáis el pollino?». Ellos dijeron: «El Señor lo necesita». Se lo llevaron a Jesús y, después de poner sus mantos sobre el pollino, ayudaron a Jesús a montar sobre él. Mientras él iba avanzando, extendían sus mantos por el camino. Y, cuando se acercaba ya a la bajada del monte de los Olivos, la multitud de los discípulos, llenos de alegría, comenzaron a alabar a Dios a grandes voces por todos los milagros que habían visto, diciendo: «¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas». Algunos fariseos de entre la gente le dijeron:
«Maestro, reprende a tus discípulos». Y respondiendo, dijo: «Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras».
Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 22, 14‑23, 56
Comentario Bíblico de Pablo Díez
Is 50,4-17; Sal 21,2a.8-9.17-18a.19-20.23-24; Flp 2,6-11; Lc 22,14–23,56
La figura del siervo sufriente nos introduce magistralmente en el relato de la Pasión. Toma la palabra como personaje anónimo, recordando la caracterización de Cristo en el himno de Filipenses (2,7). Pero, al mismo tiempo, posee rasgos proféticos que en Jesús alcanzarán el culmen: vocación para la palabra, sufrimiento inherente a su misión, confianza en Dios. Su fidelidad emerge como la causa de sus padecimientos: el no resistirse a la palabra del Señor comporta afrontar las injurias de los hombres (Is 50,6). En estas circunstancias, la sensación de abandono podría hacer mella en él, como refleja crudamente la antífona del salmo (Sal 21,2a), máxime cuando la muerte parece constituir el requisito último de su obediencia (Flp 2,8).
Pero, en el trance final del sufrimiento reafirma su confianza en el Padre, depositando en sus manos el hálito vital (Sal 30,6), sabedor de que Dios, el señor de la vida, es más fuerte que los enemigos y que la muerte misma. El resultado de su opción nos lo ofrece el final himno de Filipenses donde el abajamiento de Jesús desemboca en su glorificación y exaltación al ámbito de lo divino (“nombre sobre todo nombre”), recibiendo el señorío universal (Flp 2,10-11).