‘Domingo de Ramos, pórtico de la Semana Santa’, carta pastoral del Arzobispo de Sevilla (TEXTO y AUDIO)
Queridos hermanos y hermanas:
En la Eucaristía de este Domingo de Ramos, pórtico de la Semana Santa, escucharemos el relato de la Pasión según san Mateo que, como en una especie de preludio, nos introduce en los misterios culminantes de la vida de Jesús, que la Iglesia anuncia, celebra y actualiza en estos días. En el Triduo Pascual, vamos vivir los acontecimientos redentores, la pasión, muerte y resurrección del Señor, la más grande historia de amor, una historia de salvación acontecida hace casi dos mil años, pero que no ha perdido actualidad, porque todavía vivimos de sus frutos saludables.
El origen de esta historia es el amor de Dios, que no se contenta con acercarse al hombre de múltiples modos a lo largo del Antiguo Testamento, sino que en la plenitud de los tiempos envía al mundo a su Hijo para salvar y redimir a la humanidad, alejada de Dios por el pecado, para brindarnos su amistad y hacernos partícipes de su vida divina.
La omnipotencia de Dios hubiera podido salvarnos sin necesidad de la Encarnación. Quiso, sin embargo, enviarnos a su Hijo, que bajó hasta lo más profundo de nuestras miserias, hasta la raíz de nuestro pecado, poniéndose a nuestro nivel, para realizar nuestra salvación, que culmina en la Cruz y en el Misterio Pascual, que sigue siendo actual porque es como un río que nace en el Calvario, que no deja de correr y en cuyas aguas todos estamos invitados a sumergirnos para limpiarnos y purificarnos.
Jesús acepta libremente la Pasión. Nadie le fuerza sino su amor al Padre y a la humanidad. Voluntariamente «ofreció la espalda a los que le golpeaban, la mejilla a los que mesaban su barba; no ocultó el rostro a insultos y salivazos» (Is 50,6), como escucharemos hoy en la primera lectura. Con libertad absoluta sube al árbol de la Cruz, en el que le clavan cruelmente para que no pueda escapar. Desde la Cruz extiende sus brazos para abrazarnos a todos. Permite que le abran su cuerpo, para que conozcamos sus entrañas de amor.
Como siervo obediente, nos dirá hoy san Pablo en la segunda lectura, «no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos; y así, actuando como un hombre cualquiera se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,6-8). Subió al árbol del dolor, rehusando el árbol del placer y el trono de la gloria y el poder, que le mostrara Satanás en el desierto. Se vació de sí mismo al servicio de los hombres, abrazándose amorosamente a la cruz. Su muerte se convierte así en causa de salvación para toda la humanidad.
La liturgia de estos días nos presentará a Cristo como el nuevo Adán, que ofrece al Padre un sacrificio que repara y compensa sobradamente el pecado del primer Adán. La obra redentora de Cristo llega así a la raíz. No es una solución pasajera, ni un paliativo momentáneo, sino un injerto de gracia, que sana y renueva para siempre el árbol enfermo y maldito del paraíso, que se convierte así en árbol de bendición, en la Cruz bendita de nuestro Señor Jesucristo, que nos renueva y nos salva.
En ella descubrimos la realeza de Cristo, que los judíos proclaman en el Domingo de Ramos y que nosotros proclamaremos también en la procesión en la que aclamaremos al Señor con nuestros cantos como Profeta, Mesías, Rey e Hijo de Dios. En la Cruz se adivina ya en lontananza su triunfo definitivo, su glorificación, su resurrección y ascensión.
Entre los dos Domingos de triunfo, el de Ramos y el de Pascua, ocurre la epopeya grandiosa de la Pasión, en la que Jesús nos lo da todo: su cuerpo y su sangre, que quedan para siempre entre nosotros en el sacramento de la Cena. Nos deja también su testamento, el mandamiento nuevo del amor y de la fraternidad . Nos entrega además a su Madre como Madre nuestra y nos da, por fin, su vida entera.
Este es el gran misterio que en esta Semana Santa estamos invitados a vivir con hondura, en actitud contemplativa, participando en las celebraciones litúrgicas de nuestras parroquias. Previamente reconciliémonos con Dios y con nuestros hermanos en el sacramento de la penitencia. Que en estos días, busquemos espacios amplios para la oración, para agradecer al Señor su inmolación voluntaria por nosotros y el sacramento de su cuerpo y de su sangre. Acompañémosle también con recogimiento y en las hermosas estaciones de penitencia de nuestras hermandades. El Señor está llamando ya a nuestra puerta. Abrámosle de par en par, de modo que quien resucita para la Iglesia y para el mundo en la Pascua florida, resucite también en nuestros corazones y en nuestras vidas. Sólo así experimentaremos la verdadera alegría de la Pascua.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla