Domingo V de Cuaresma

Domingo V de Cuaresma

Iniciamos con esta Eucaristía la última semana de Cuaresma, en la que el Señor nos invita a subir con Él a Jerusalén donde consumará su misión salvadora. Al mismo tiempo nos convoca a prepararnos para una participación fructuosa en los misterios de su pasión, muerte y resurrección en las peculiares condiciones en que vamos a celebrar en este año la Semana Santa.

A lo largo de la Cuaresma hemos sido llamados a la conversión de nuestras miserias y esclavitudes, de los ídolos que nos atenazan, el egoísmo insolidario, la vanidad, la envidia, la impureza, la tibieza y la resistencia sorda y pertinaz a la gracia de Dios, es decir, la triste realidad del pecado en nuestras vidas.

En la última semana de Cuaresma todos estamos convocados a extremar la preparación. El Señor nos pide que intensifiquemos la oración humilde y confiada, que nos ayuda a ahondar en el espíritu de conversión. Nos invita también al ayuno, la mortificación, la limosna discreta y silenciosa, mirando a los pobres con la mirada conmovida de Cristo que se compadece de las multitudes.

Acabamos de escuchar el evangelio de la resurrección de Lázaro, que nos sugiere que hay una resurrección del cuerpo y una resurrección del corazón. La resurrección del cuerpo es la de Lázaro, la del corazón es la resurrección de sus hermanas.

En la primera lectura, el profeta Ezequiel contempla una inmensa llanura llena de huesos secos, una descripción metafórica de la situación del pueblo de Israel abatido en el destierro de Babilonia. En esta situación, el pueblo clama: Se ha desvanecido nuestra esperanza, todo se ha acabado para nosotros. Estamos perdidos. El Señor les responde con estas palabras: He aquí que yo abro vuestros sepulcros; os haré salir de vuestros sepulcros… Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis. Se refiere aquí el profeta no a la resurrección de los muertos al final de los tiempos, sino a la resurrección actual de los corazones. Aquellos cadáveres, dice Ezequiel se reanimaron, se pusieron en pie y formaron un enorme, inmenso ejército. Era el pueblo de Israel que volvía esperanzado, tras el exilio.

En realidad, se puede estar muertos, incluso antes de morir, mientras aún estamos en esta vida. No hablo sólo de la muerte del alma a causa del pecado. Hablo sobre todo de la ausencia total de alegría, de energía, de esperanza, de deseo de luchar y de vivir, que no es otra cosa que la muerte del corazón.

A todos los que, en estos momentos, a causa de la epidemia que nos cerca estamos sumidos en una situación psicológica y espiritual de depresión, de temor, de infinita tristeza, de desesperanza, la historia de Lázaro nos debería llegar como un repique de campanas en la mañana de Pascua porque hay quien puede brindarnos la resurrección del corazón.

En ocasiones como las que estamos viviendo, de poco valen las palabras de aliento. Con ocasión de la muerte de Lázaro, llegan a su casa muchos amigos para consolar a las hermanas, pero su presencia no cura su dolor. Por ello, consideran necesario «mandar a llamar a Jesús». Llega Jesús, se conmueve, llora y obra un doble prodigio, resucita a Lázaro, le devuelve la vida, y devuelve a la vida también a los corazones rotos de Marta y María.

En las tristísimas circunstancias que está viviendo la humanidad en estos días, con tanto dolor y sufrimiento a nuestro alrededor, no tenemos más alternativa que mandar a llamar a Jesús, como Marta y María. Acudamos a Él, el médico divino, como le llaman los Padres de la Iglesia. Encomendémosle el descanso eterno de tantos hermanos que están muriendo sin el calor y el consuelo de sus familiares. Invoquémosle para que puedan ya desde ahora contemplar la infinita hermosura del rostro de Cristo resucitado. Pidámosle que mande cesar esta pandemia, como mandó cesar la tempestad en el algo de Galilea; y que vende y cure nuestros corazones desgarrados, deprimidos y agobiados ante una tragedia que nunca pudimos imaginar.

El Señor nos pide también que nos impliquemos en esta tarea, que no consintamos que nos infecte el virus cainita del egoísmo y la insolidaridad. Nos encarga resucitar a los muertos de corazón, los muertos espirituales, los hundidos por muerte de seres queridos y por la depresión ante tanta desgracia. Que estemos cerca de ellos, sosteniéndoles y ayudándoles. Pidamos al Señor que de esta tragedia surja una sociedad y un mundo nuevo, un mundo según el corazón de Dios. Que interceda por nosotros la Santísima Virgen, Salud de los enfermos, consuelo de los afligidos y auxilio de los cristianos. Amén.

 

+ Juan José Asenjo Pelegrina

Arzobispo de Sevilla


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