ELOGIO DE LA HUMILDAD
Queridos hermanos y hermanas:
El Evangelio de este domingo nos presenta la parábola del fariseo y del publicano, con la que Jesús nos muestra el verdadero camino de crecimiento en nuestra vida espiritual. Frente a la soberbia y la autocomplacencia del fariseo, Jesús elogia la humildad del publicano, que arrodillado en un rincón del templo se golpea el pecho diciendo: “Oh Dios, ten compasión de este pecador”.
Pocas virtudes son hoy tan ignoradas como la humildad, que hace honor a su nombre: la humildad es hoy una virtud humillada. Vivimos en un mundo enfermo de vanidad y de soberbia, un mundo en el que no se valora tanto el ser, cuanto el tener, aparentar, dominar, y brillar. Sin embargo, la humildad es una actitud absolutamente necesaria en nuestra vida cristiana.
Dos son los pilares fundamentales en que se asienta esta virtud: el primero, la verdad elemental, simple y sencilla de que sin la ayuda de Dios nada podemos hacer en el orden de la gracia. «Sin Mí nada podéis hacer» nos dice el Señor en el evangelio. Nada de lo que somos o tenemos es nuestro: todo lo hemos recibido de Dios. En el plano humano, el don de la vida, el aire que respiramos, el pan que sacia nuestra hambre, el agua que calma nuestra sed, nuestras cualidades o talentos, nuestra familia, todo lo hemos recibido de Dios de forma absolutamente gratuita. «¿Qué tienes que no hayas recibido?», nos dirá san Pablo. Nuestra existencia actual es también puro don. Vivimos ahora mismo porque Él nos mantiene en la existencia. Si se olvidara de nosotros, retornaríamos a la nada.
En el plano sobrenatural ocurre otro tanto. Somos cristianos por pura misericordia de Dios, que permitió que naciéramos en el seno de una familia cristiana, que en los primeros días de nuestra vida pidió para nosotros a la Iglesia la gracia del bautismo, que nos hizo hijos de Dios, miembros de su familia, partícipes de su vida divina, insertándonos al mismo tiempo en la Iglesia, para que vivamos nuestra fe no a la intemperie, sino arropados y sostenidos por una auténtica comunidad de hermanos. Nuestra perseverancia actual es mérito indiscutible de la misericordia de Dios que nos sostiene de la mano a pesar de nuestras miserias.
Porque en nuestra vida todo es don, en nuestro camino de fidelidad hemos de esforzarnos por mejorar, por crecer en el amor de Dios, pero conscientes de que nuestros esfuerzos serán vanos si la gracia de Dios no nos ayuda, pues como nos dice el salmo 126: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles». Por lo mismo, nuestro apostolado con la palabra, con el ejemplo o con la oración serán agitación estéril sin el agua de su gracia, pues como nos dice san Pablo, «ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que da el crecimiento».
El segundo fundamento de la humildad es la consideración de nuestra propia miseria. ¿Qué somos? Por nosotros mismos, nada, y a esa nada le hemos añadido el pecado, tal vez no por maldad, sino por debilidad. ¡Qué fundamento tan seguro para vivir la humildad de corazón! Si hay algo bueno en nosotros, Dios nos lo ha dado.
Consideremos también los frutos de la humildad, el primero el crecimiento en la vida interior y en nuestra fidelidad al Señor. «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes», nos dice el apóstol Santiago. «Derriba del trono a los poderosos y ensalza a los humildes», proclama la Virgen en la Visitación. Y es que Dios teme dar su gracia a los soberbios, porque encontrarían nuevos motivos para enorgullecerse. Por ello, se estancan en la vida espiritual. Por el contrario, Dios hace avanzar en el camino de la fidelidad y de la vida interior a los humildes, que todo lo esperan de Él.
La segunda consecuencia de la humildad es la paz y el sosiego interior, tan necesarios en la vida espiritual. Nos lo dice el Señor en el evangelio: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso». Casi siempre la causa de nuestras tristezas, neurosis y depresiones es la preocupación obsesiva por nuestra propia estima. Cuántas veces perdemos la paz porque creemos que los demás no nos valoran como creemos merecer. Un corazón humilde, que sabe lo poco que es y que ese poco lo ha recibido del Señor, no se turba ante la humillación y el desprecio.
El tercer fruto de la humildad es la vivencia de la fraternidad. Si somos humildes porque nos conocemos bien, sabremos ser indulgentes con los fallos de nuestros hermanos, aceptaremos con buen ánimo la corrección fraterna y corregiremos a los demás con mansedumbre, conscientes de que también nosotros podemos caer en las mismas miserias y que si no caemos es porque la misericordia de Dios nos tiene de la mano.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina, Arzobispo de Sevilla.