EN LAS VÍSPERAS DE NAVIDAD
Pero no todos la preparamos de la misma manera. Depende de lo que cada uno entendamos por Navidad. Para unos son simplemente las fiestas del solsticio de invierno o una pausa necesaria en nuestras actividades. Para nosotros los cristianos la Navidad es otra cosa. En estos días recordamos y actualizamos místicamente en la liturgia la irrupción del Verbo en nuestra historia y su nacimiento en la cueva de Belén.
En estos días celebramos que la Palabra eterna del Padre de nuevo se hace carne y planta su tienda entre nosotros (Jn 1,14), para hacernos partícipes de su plenitud, para ofrecernos la salvación y la gracia, para compartir con nosotros su vida divina. Este es el misterio inefable que en tantas ocasiones queda reducido al sentimentalismo, a las perspectivas cultural, folclórica o costumbrista de unas fiestas entrañables de las que rozamos sólo la periferia, sin entrar en el hondón del misterio, sin postrarnos de rodillas para exclamar despacio y muchas veces “Dios se ha hecho hombre”, “Dios se ha encarnado por mí”.
Para prepararnos a celebrarlo, me permito sugeriros algunas pautas. La primera, que no nos dejemos seducir por el consumismo y el derroche. Diversas instancias mediáticas, hace ya varias semanas, tratan de convencernos para que hagamos tal o cual escapada, compremos este o aquel perfume, tales o cuales bebidas o regalos. Ante este avasallamiento hemos mantener la mente fría y buscar un discernimiento certero. Casi nada de lo que se nos ofrece lo necesitamos. Por otra parte, los gastos inmoderados, las comidas copiosas y los manjares caros son siempre un insulto para los pobres. ¿No podríamos contentarnos con cenas o comidas más sencillas y regalos más modestos para compartir lo que ahorramos con los necesitados? Por otra parte no podemos dejarnos llevar por la ostentación, ni por el prurito de hacer lo que hacen los demás.
Nuestra preparación para la Navidad debe ir por otros derroteros, de índole eminentemente espiritual. El Señor que nace de nuevo en esta Navidad, debe nacer ante todo en nuestros corazones y en nuestra vida. Abrámosle de par en par las puertas de nuestra alma por los caminos de la oración más intensa, la mortificación y una buena confesión. Sólo en el encuentro con el Señor encontraremos la alegría connatural a estas solemnidades. La raíz profunda de nuestra alegría es el Emmanuel, el Dios con nosotros. Todo lo demás es insignificante ante la luz de su presencia y la belleza de los dones que nos trae. Con el Señor no hay temor, ni tristeza, ni miedo, ni inseguridad. Él nos conoce, nos comprende y acompaña. Él nos perdona siempre. La alegría de sentirnos perdonados no es comparable con el placer que nos brindan las cosas materiales que con tanta profusión en estos días nos sugieren los reclamos publicitarios. El sentirnos queridos, amados, defendidos y acompañados por el Dios fuerte y leal nos proporciona la paz que el mundo no puede dar.
Preparémonos, pues, intensamente a recibirle. Apresurémonos a limpiar las estancias de nuestro corazón. Rompamos las ataduras que nos esclavizan y que merman nuestra libertad para seguir al Señor con un corazón limpio. En los instantes finales del Adviento no tenemos tiempo que perder. Nos lo pide la liturgia de estos días mostrándonos a Santa María de la O, la Virgen de la Esperanza, como el mejor modelo del Adviento. Que ella, que preparó su corazón como nadie para recibir a Jesús, nos ayude a prepararnos para el encuentro con su Hijo, que viene dispuesto a colmarnos de dones, a convertir y transformar nuestra vida, a robustecer nuestra fe y nuestro testimonio ante mundo de que es Él nuestra única posible plenitud.
En Navidad, el Señor nacerá en nosotros en la medida en que estemos dispuestos a acogerlo en nuestros hermanos, en los enfermos, en los ancianos que viven solos, en los parados y en las víctimas de la crisis. Comencemos ya desde hoy a descubrir el rostro del Señor en aquellos con los que él especialmente se identifica. Él, además de asumir y dignificar la naturaleza humana con su encarnación y nacimiento, ha querido compartir con nosotros su naturaleza divina. Qué razón tan poderosa en estos días y siempre para entregarnos a nuestros hermanos, para perdonar, para renovar nuestra fraternidad, para compartir con los pobres nuestros bienes, y lo que es más importante nuestras personas, nuestro afecto y nuestro tiempo. Si así lo hacemos, experimentaremos la alegría inmensa, recrecida y rebosante que nace también del encuentro cálido y generoso con nuestros hermanos.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición. Feliz y santa Navidad.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla