Engaños ingeniosos. Antropología en contradicho
Sorprende que haya quien aplauda la idea de que somos lo que oímos, lo que comemos, lo que vemos…, como se repite en ciertos eslóganes. Un reduccionismo que destierra de un plumazo los pilares elementales de la antropología. ¿Alguien puede imaginar de sí mismo que no es más que lo que le entra por alguno de los cinco sentidos? ¿Puede con ellos explicar la complejidad de lo que como tal ser humano es en realidad? ¿Permiten mínimamente calibrar la enorme riqueza que posee la persona, imaginar su potencial? ¿Es un producto su artífice? Quizá estos creadores no se hayan percatado de la clase de ideas que están lanzando a los cuatro vientos. ¿O sí? ¿A quiénes y por qué se les quiere engañar con estas simplezas? ¿Les guía alguna intención? ¿Qué sentido tiene la proclama de estas mentiras amañadas. Es simplemente monetaria…?
Es para preocuparse porque no son pocos los que quedan seducidos por esta avalancha de disparates. Y eso que cualquiera que tenga un mínimo de sentido común, y no digamos quienes reflexionan seriamente y tienen una formación, no tomará en consideración este despropósito. Viajar a «ninguna parte» no es sostenible para nosotros. Pero están en auge «las ideologías que todo lo reducen, excluyen y fanatizan», que nada integran, como señala Rielo. Prima la imposición del pensamiento único, el afán de desterrar lo trascendente de la sociedad, y en particular de la persona. Además se aprecia una permeabilidad creciente en el momento actual a vincularse a una idea que parece atractiva aunque esté completamente vacía de contenido. ¿Por qué hay quienes asumen todo esto sin darle mayor importancia? Porque el escepticismo y la trivialidad que acompaña a la presunción de que aquí en este mundo culmina todo, sin examinar el interior de cada uno, se ha impuesto en muchos sectores. Y seguramente también, por qué no decirlo, a que no han tenido la fortuna de haber encontrado a alguien que les haya abierto las puertas con otra visión bien fundamentada.
La filosofía desde hace siglos se formula preguntas acerca del origen de la realidad, y del ser humano siendo incontables las respuestas que se han proporcionado. Pero, a mi modo de ver, el pensador español Fernando Rielo ha apuntado a una explicación certera no solo desde el punto de vista de la razón, sino que viene avalada por la propia experiencia. Naturalmente este no es el lugar para explicarla; cualquier interesado en ella puede acudir a la obra que tiene publicada. Su tesis se halla en las antípodas de ciertas teorías que dejan desnudo al ser humano, ya que éstas no les proporcionan otra referencia que justifique el ansia de un «más» por el que se siente atraído, que clama su respuesta, y al tiempo le insufla esperanza. Es como esa íntima voz que nunca se desvanece.
Y es que como dice Rielo todo nacido, lo crea o no, lo admita o lo rechace, desde el momento mismo de su concepción en el que le es infundido el espíritu, invariablemente lleva dentro de sí la huella indeleble de su Autor. Es él quien hizo posible que viese la luz, quien le soñó desde toda la eternidad, le otorgó la conciencia del bien y del mal, la potencialidad para salir de la caverna huyendo de oscuridades e ideas malsanas, de elevarse sobre las propias miserias, de caminar firmemente en pos de esa invitación que nos insta a luchar sin descanso en aras de un bien mayor, que nos da una felicidad singular que el mundo niega… Una presencia trinitaria se abre por amor a cada uno de los seres humanos y al tiempo se dispone a acogerlos en esa misma libertad con la que les ha creado. Porque el ser, que es siempre ser en relación, está abierto y no clausurado como propugnaba Parménides.
El ser humano, a imagen y semejanza de las Personas divinas que le constituyen con su divina presencia como persona, vive en relación con alguien. Es la vivencia que tiene su origen en el momento de la concepción, como enseña Rielo. Esta apertura genética del espíritu creado hace que la persona humana sea realidad abierta al Sujeto Absoluto, de forma que posee una intuición de Dios en términos generales. Esta consciencia de la divina presencia, patrimonio genético espiritual de cada uno de los seres humanos, es lo que determina su definición; no puede hacerlo algo inferior. Tiene que ser una persona superior a nosotros la que nos constituya. En suma, nos define lo más, nunca lo menos. Esta misma realidad contradice, se opone a todo aquello que pretenda socavar la altísima dignidad del ser humano: ideologías, religiones, políticas, economías…
¿Cómo pretender, entonces, que nos defina un anuncio?
Isabel Orellana Vilches
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