Entrevista a Fernando Gamboa, especialista en cuidados paliativos: “Necesitamos desarrollar redes de cuidado y mejorar la atención paliativa”
Febrero es popularmente conocido como el mes del amor por razones obvias. No obstante, durante este mes, también celebramos la Jornada del Enfermo, coincidiendo con la festividad de la Virgen de Lourdes el día 11. Por este motivo, el papa Francisco ha dedicado su intención mensual de oración por los enfermos. Concretamente ha pedido orar “para que los enfermos terminales y sus familias reciban siempre los cuidados y el acompañamiento necesarios, tanto desde el punto de vista médico como humano”. Lo ha hecho a través del Vídeo del Papa, una iniciativa oficial de alcance global que desarrolla la Red Mundial de Oración del Papa (Apostolado de la Oración).
En este sentido, el Pontífice nos invita especialmente durante este mes a reflexionar sobre la importancia de brindar un acompañamiento integral a los enfermos terminales. Insiste, además, en que no podemos confundir “incurable e in-cuidable”. Y aquí es donde entran los cuidados paliativos, que garantizan al paciente no solo la atención médica, sino también un acompañamiento humano y cercano.
El doctor Fernando Gamboa, especialista en cuidados paliativos, defiende esta premisa desde hace años, a través de una labor de educación y concienciación intensa y continua.
Para situarnos, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de cuidados paliativos?
Los cuidados paliativos son la asistencia activa, holística, de personas de todas las edades con sufrimiento grave relacionado con la salud debido a una enfermedad severa, y especialmente de quienes están cerca del final de la vida. Su objetivo es mejorar la calidad de vida de los pacientes, sus familias y sus cuidadores.
Los Cuidados Paliativos surgieron como una respuesta para atender a las personas enfermas que sufren y sus familias, mediante un cuidado adecuado. Son un tipo especial de atención sanitaria diseñada para proporcionar bienestar o confort y soporte a los pacientes y sus familias en las fases finales de una enfermedad. Procuran conseguir que los pacientes dispongan de los días que les resten conscientes y libres de dolor, con los síntomas bajo control, de tal modo que los últimos días puedan discurrir con dignidad, en su casa o en el hospital rodeados de la gente que les quiere. Los cuidados paliativos ni aceleran ni detienen el proceso de morir. No prolongan la vida y tampoco aceleran la muerte. Sus objetivos son la asistencia integral activa y continuada de los pacientes en situación terminal y sus familias, por un equipo interdisciplinar cuando la expectativa no es la curación. Abordan el cuidado clínico, la atención psicológica, el abordaje social y la atención espiritual
Entonces, la medicina al final de la vida debería apostar por una atención integral.
Por supuesto, es imprescindible una atención integral. Los Cuidados Paliativos se desarrollan como un cuidado completo de la persona a través de una atención multidisciplinar que aborde la atención sanitaria, psicológica, social y espiritual del enfermo y su familia. Se debe ofrecer desde atención primaria y en la atención hospitalaria. En ella debemos participar todos los profesionales sanitarios, y en situaciones de gran complejidad los recursos específicos de cuidados paliativos.
El tratamiento del dolor se ha consagrado como un derecho. En el ejercicio de su trabajo se habrá encontrado con pacientes o familiares de estos que le piden “no sufrir”
El argumento del mal del sufrimiento es uno de los que apuntalan la eutanasia. Este argumento sostiene que asumiendo que el sufrimiento carece de sentido, »es un mal sin paliativos que justifica el alivio, aunque signifique acelerar la muerte». No obstante, la finalidad del sufrimiento es, en el mejor de los casos, un «misterio» que la mayoría de los humanistas seculares considerarían prima facie inaceptable; en el peor de los casos, el sufrimiento carece de sentido y debería terminarse lo antes posible. El sufrimiento señala quizá los límites de la razón humana, pero tales límites no implican falta de sentido.
La realidad del sufrimiento, con toda su complejidad, es una parte básica de la condición humana, y un asunto inevitable en la atención al enfermo. Los médicos han sido capaces de aliviar el dolor casi siempre, si bien no totalmente hasta el punto de abolirlo. No ha ocurrido lo mismo con el alivio del sufrimiento, a menudo un problema mucho más arduo con el que lidiar. Mientras que el dolor aflige simplemente el cuerpo, el sufrimiento (que se presenta de muchas formas vejatorias y tortuosas) aflige el espíritu humano, obligándonos a menudo a cuestionarnos la vida misma.
Es difícil madurar sin él y en las crisis de nuestra vida aparece de forma recurrente. La experiencia negativa del dolor y la enfermedad quiebra la armonía con nosotros mismos, con los otros, con la naturaleza y muestra la frágil integridad de nuestra salud. La amenaza de una grave enfermedad oscurece el horizonte de nuestra vida y nuestros proyectos hiriéndonos física y moralmente pero también el sufrimiento, realidad inherente a nuestra condición humana, es una oportunidad para crecer espiritualmente. Así lo constató y lo dejó escrito Victor Frankl tras su terrible experiencia en un campo de concentración nazi.
Creo que todos, sanos y enfermos pedimos no sufrir. La medicina aporta soluciones de tratamiento para el dolor y muchos otros síntomas que nos afligen. Pero no aporta la dimensión trascendental del sufrimiento que desde la fe la Iglesia puede y debe aportar. Hay una dimensión personal del sufrimiento que es transformadora, el sufrimiento tiene sentido a través de la participación en la cruz de Cristo resucitado.
Sobre el valor del acompañamiento, ¿cuál ha sido su experiencia?
Somos seres sociales. Si somos acompañados en el sufrimiento y la enfermedad somos consolados. El paciente se siente alejado de sus seres queridos y de la comunidad en general. En última instancia, la pérdida de dignidad se basa en este aislamiento. No es la dignidad real de una persona lo que se degrada, sino lo que Pellegrino llama su »dignidad imputada». La reacción de los demás ante los enfermos y los que sufren contribuye a menudo a esta pérdida de dignidad imputada. La percepción, por ejemplo, de los enfermos terminales de que su sufrimiento es una carga para la familia o el personal de atención de salud (empíricamente bien demostrada) indica que las consecuencias negativas de la atención continuada también las sienten otros. Estas “consecuencias negativas” luego se transmiten al propio paciente para que las utilice en el proceso de toma de decisiones. Pero la dignidad se realiza en la vida, no en la propia muerte.
En relación a la eutanasia, ha asegurado en algunas entrevistas que “no es una demanda real”.
La eutanasia se ha presentado como un derecho que permite acabar con la vida de una persona que sufre. No creo que sea una demanda real de la población. Se ha aprobado como parte de un programa ideológico en medio de una pandemia y mediante un procedimiento no habitual en las leyes que propone un gobierno (como proposición de ley y no como proyecto de ley).
La atención paliativa no cubre todas las necesidades de la población y está por desarrollar en muchas áreas, y la atención a la dependencia sufre un retraso próximo a los tres años y esto facilita que el abordaje del sufrimiento sea incompleto y lleve a muchas personas a desear la muerte. Mi experiencia como médico a lo largo de más de 30 años, es que en alguna ocasión aparece en enfermos crónicos y paliativos el deseo de adelantar la muerte, que en mi experiencia cesa con un cuidado adecuado. Muchas veces la atención sanitaria, social, psicológica o espiritual es deficiente. Además, vivimos en una sociedad donde la soledad no deseada es frecuente. Vivir solo el sufrimiento hace que este sea aún más difícil de soportar. Necesitamos desarrollar redes de cuidado y mejorar la atención paliativa.
¿Podríamos decir que la verdadera alternativa a la eutanasia es la humanización de la muerte? Es decir, no ayudar a morir sino a vivir dignamente hasta el final.
Hace 50 años el tabú era el sexo. Hoy el tabú es la muerte. Nadie habla de ella (incluso en tiempos de pandemia). Clásicamente había un Ars Morendi, todo un ritual que permitía la despedida en familia. Hoy prima “la cultura de la anestesia”, con una tolerancia cero al sufrimiento y la muerte ha sido alejada de la vida de las personas, los tanatorios están en las afueras de pueblos y ciudades, y parece deseable que jamás ningún niño se entere que la muerte forma parte de la vida. Es “la muerte olvidada”.
No obstante, a pesar del desarrollo de la ciencia y de la técnica, la muerte forma parte de la vida de todos. Decía Cicerón “filosofar no es otra cosa que disponerse a la muerte”, y Michel de Montaigne en su ensayo “La educación de los hijos”, también insiste en la necesidad de plantear que la vida tiene un final, la muerte para todos. En la tradición católica base de nuestra cultura son múltiples los santos que han sido representados con la calavera entre sus manos.
Solo entendiendo que la muerte forma parte de la vida, y que es preciso acompañar y cuidar al enfermo hasta el final de su vida, podemos dar una vida digna hasta la muerte, y no una “muerte digna” (la eutanasia) acabando con la persona que sufre.
Por tanto, ¿cree usted que la defensa de la vida es monopolio de la Iglesia?
La defensa de la vida esta insertada en la naturaleza ontológica del ser humano en todas las culturas. La defensa de la vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural, es algo que atañe a todo ser humano como ya recordaba Hipócrates cinco siglos antes de Cristo. El cristianismo aporta una dimensión transcendental a la vida que nos potencia a la defensa de la vida desde su concepción hasta su fin natural. Como dice el papa Francisco “la cultura de la vida no es patrimonio exclusivo de los cristianos: pertenece a todos aquellos que, trabajando por la construcción de relaciones fraternales, reconocen el valor peculiar de toda persona, también de la que es frágil y sufre”.