Experimentos con purpurina
La química y la bioquímica lo pueden conseguir todo, desde convertir la bauxita en una preciosa barandilla, hasta resucitar a los muertos. En los años 30, en Estados Unidos, Robert Cornish, que fuera considerado niño prodigio graduado en la Universidad de Berkeley a los 22 años (una especie de Sheldon Cooper de principios de siglo XX), intentó la resucitación «mecánica«, digamos y por calificarla con cierta conmiseración, inyectando epinefrina y anticoagulantes mientras giraba en una rueda a una animal, tratando de hacerle circular la sangre. El pobre bicho, al que llamaba Lazarus IV con su mijita de soberbia, un perro de los que ahora protegemos como si fueran más que seres humanos, resucitó temporalmente, si bien probablemente como resultado no del proceso aplicado por Cornish, sino a resultas de lo que hoy la Biología reconoce como la temporalidad de la muerte: en sí misma la muerte no es algo que suceda de forma puntual e inmediata, sino un proceso que transcurre durante unos tiempos aún desconocidos entre que se produce una causa detonante de un deceso, una parte del organismo que enferma y muere, hasta que todo un ser vivo deja de tener actividad. Cornish aireó su éxito con un par de perros, por lo que tuvo la osadía de solicitar humanos para aplicarles su proceso de resucitación: nadie estaba dispuesto a facilitarle esa demanda, si bien un recluso de la prisión de San Quintín, en pleno corredor de la muerte, le contactó para ofrecerse como conejillo de indias. La Autoridad Penitenciaria denegó el permiso a Cornish para experimentar con McMonigle, y no por lo extraño del experimento, sino sorprendentemente por las dudas legales en torno al reingreso en prisión de McMonigle una vez que fuera «resucitado«, pues si lo hubiera sido no sabían si jurídicamente era viable su reingreso carcelario o bien debía regresar a la liberad, con el consiguiente peligro de reincidencia.
Como si fuera una ironía del de día de San Valentín, el pasado 14 de febrero, entre los efluvios románticos de la jornada, circuló la noticia de que «una mujer transgénero de EE.UU. consigue dar el pecho a su bebé«. Les reconozco que he tenido que investigar un poco sobre el particular, porque empezaba por no entender exactamente a qué se refiere en periodista (evitemos atacar al mensajero, eso sí), con eso de «mujer transgénero«, quien negándose a ser hombre tampoco parece mujer por no negar lo uno y no llegar a ser nunca lo otro. Si se sigue leyendo la noticia, nos aclaran con prístina inmediatez que «nació con los atributos de un varón pero ha conseguido amamantar a su bebé«. Todo queda en línea con esta patraña, llamémosle posverdad o fake news, por la que actualmente se postula la mentira como sostenimiento de ataques a la Naturaleza, con el resultado supuestamente científico de que la Biología no condiciona el género o bien, dicho por su contrario, de que el género no es un resultado natural sino una opción. De cualquier modo, y sin entrar en enjundias científicas que nos describan la funcionalidad del peritoneo en relación con la magnesia o la gimnasia, lo más evidente de todo esto es cómo se nos somete a tragar sapos con subterfugios lenguaraces que ponen palabras y explicaciones donde se va simplemente contra natura. Si someten a un ser humano al adecuado tratamiento, es muy posible que lo convirtamos en ese sapo del cuento del beso y la princesa. Con la debida y suficiente química, es muy posible que en cuestión de tiempo convirtamos al ser humano en una especia de superhombre sustentado sobre pies de barro, eso sí, que se romperán al más leve golpe de la verdad, de la realidad.
Sigue la noticia con matizaciones como las siguientes: «Su cuerpo no emite prolactina, la hormona que estimula la producción de leche materna tras un parto. Y, de momento, no hay medicamentos que la simulen. Lo que usó en su lugar es domperidona, un fármaco contra la náusea, el dolor de estómago y el reflujo gastroesofágico, que en ocasiones produce como efecto secundario la estimulación de las glándulas mamarias para la producción de leche. Se han registrado casos de este efecto, aunque la FDA ha advertido que no debe usarse con ese objetivo. Junto al fármaco, la mujer siguió un tratamiento hormonal con estrógeno, progesterona y espirinolactona, además de un proceso de estimulación del pecho con un extractor de leche materna, que usó durante cinco minutos en cada mama tres veces al día. (…) Al tratarse de un caso pionero, todavía hay muchas incógnitas sobre el impacto en el bebé de este tipo de lactancia o sobre qué partes del tratamiento son más efectivas.» En román paladino, o dicho de otro modo, que no tienen claro si con esto se pone en peligro al hombre/mujer transgénero y, aún peor, al bebé lactante, con el bombazo de pseudoquímicos al que se le somete a través de esta lactancia de laboratorio.
Lo más triste de todo este embrollo es cómo aceptamos la manipulación de la verdad, el cambio del nombre de las cosas, la purpurina, y toleramos la recalificación de cada realidad en función de intereses determinados, intereses de grupos o colectivos con el poder suficiente para someternos a estos experimentos fugaces cuyos resultados nunca se conocen o bien, dentro de una década habrá que lamentar, cuando ya nadie se atreva a llamar mentiras a estas mentiras. Probablemente el mayor problema de nuestra sociedad es la aceptación de la mentira, llamémosla posverdad o fake news, como punto de partida: quien se sustenta sobre mentiras tiene nulas posibilidades de llegar a resultados óptimos, a construir algo con la fortaleza necesaria para que soporte el vaivén de los tiempos. En este caso, como en tantos otros, sabemos todo que el emperador está desnudo, desnudez que se mantiene sobre la cobardía de unos y otros para evidenciarla, sobre capas y capas de purpurina que esconden lo que tarde o temprano, con un poco de luz y limpieza, se acaba evidenciando. Y luego de eso, se descubren las realidades a veces miserables de muchos seres humanos, que prefieren vivir en la mentira manipulada e interesada de experimentos de laboratorios, que su paradigmática realidad, realidad que podría cambiarse si la apoyaran sobre postulados sinceros y valientes. En suma, si la verdad nos hace libres, la mentira nos hace esclavos: probablemente por eso hay tanta gente interesada en dosificar de mentiras nuestra realidad cotidiana, en «vestir desnudo» al emperador…
Como si fuera otra ironía de nuestros días, hoy pueden encontrar ustedes varios perfiles con el nombre de Thomas McMonigle en Facebook, pero no se asusten, que el experimento no se llevó a cabo y Robert Cornish se dedicó a otra cosa, como tardar en finalizar su doctorado 20 años después, con lo cual nos hace dudar de su eficiencia universitaria y profesional, pero en fin, esa es otra purpurina y otra desnudez pendiente de vestir…
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