Funeral por el eterno descanso de Alberto Jiménez Becerril y Ascensión García
Homilía de monseñor José Ángel Saiz Meneses en la Misa Funeral por el eterno descanso de don Alberto Jiménez-Becerril Barrio y su esposa doña Ascensión García Ortiz, en la Catedral de Sevilla (30-01-23)
Queridos hermanos y hermanas presentes en esta celebración: Sr. arzobispo emérito, sacerdotes concelebrantes, diáconos; excelentísimas autoridades y representantes de Instituciones; muy especialmente, queridos familiares de Alberto y Ascen. Nos hemos reunido en oración para recordar a estos dos hermanos nuestros, que encomendamos al amor de Dios.
Nuestra celebración está teñida de dolor, pero también de consuelo y esperanza. Dolor por las vidas humanas truncadas de manera criminal y absolutamente injusta; dolor por unas familias cruelmente golpeadas y heridas para siempre al perder dos seres queridos de este modo; dolor por una sociedad agredida; dolor por la manifestación terrible y desconcertante de la violencia con unas consecuencias tan alarmantes para nuestra vida personal, para nuestra vida social y para nuestra convivencia pacífica. Hoy rezamos de nuevo con todo el corazón, con toda el alma, por Alberto y Ascen, personas llenas de nobleza y generosidad, de talento y de futuro, que siguen presentes en nuestra memoria personal y colectiva.
La primera lectura que hemos escuchado está tomada del libro de Job, y trata sobre un problema muy humano y siempre actual: el sufrimiento de los inocentes, el sufrimiento de las personas buenas y justas. Job, que experimenta el misterio del dolor, representa a muchas personas justas que sufren en el mundo. No es extraño que cuando una tragedia como esta nos golpea en lo más profundo del corazón, nos rebelemos de alguna manera y nos preguntemos el porqué, como le pasa a Job. La culpa no es de Dios, ni tampoco nuestra, ni de tantas buenas personas como hay en el mundo. La culpa es de los que causan dolor y sufrimiento a los demás, haciendo un mal uso de la libertad. Pero la violencia terrorista no ha podido hundirnos en el desaliento o la desesperanza ni a nivel personal ni como sociedad. Hemos de seguir trabajando por la paz y el bien común, hemos de seguir luchando por la justicia. En los momentos de profundo dolor y a pesar de la oscuridad que provoca el sufrimiento sin límite, es preciso seguir adelante, ofrecer nuestra oración y encontrar palabras de consuelo y solidaridad para con las familias.
La lectura que hemos escuchado, del libro de Job, nos ofrece una profunda confesión de fe en Dios, a pesar del sufrimiento: «Yo sé que está vivo mi Redentor, y que al final se alzará sobre el polvo: después que me arranquen la piel, ya sin carne veré a Dios; yo mismo lo veré y no otro, mis propios ojos lo verán» (Jb19, 25-27). Pero es nuestro Señor Jesucristo quien ilumina la existencia, también en las circunstancias de dolor y oscuridad. En la lectura del evangelio hemos escuchado el relato de su muerte y resurrección. La entrega de Cristo en la cruz hasta la muerte y su resurrección gloriosa constituyen el centro de la historia, que gracias a él se convierte en historia de la salvación. Este es el núcleo de nuestra fe, que nos abre un camino de esperanza. Ciertamente, la muerte es un misterio y a la vez es el final de la etapa que vivimos aquí en la tierra. Pero Cristo ha resucitado, ha vencido al mal, al pecado y a la muerte, y nos ha abierto el camino de la resurrección. Esta es la realidad que llena de esperanza el corazón de los creyentes, esta es la fe que la santa madre Iglesia nos transmite.
La vida de Cristo, entregada por amor hasta la muerte, no acaba en la cruz. Resucitado por el Padre, se convierte para nosotros en principio y fundamento de nuestra propia resurrección. Porque el amor de Dios es más fuerte que la muerte y también nuestro amor tiene que serlo, con la gracia de Dios, aunque a veces tengamos la sensación de que no nos llegan las fuerzas. A este Jesús, crucificado por los hombres, Dios lo ha exaltado como Salvador. Desde Cristo resucitado se nos revela el futuro que puede esperar el ser humano, el camino que lleva a su plenitud y la garantía última ante el mal, ante la injusticia y la muerte.
La resurrección de Cristo abre para tota la humanidad un futuro de vida plena. Él ha llegado ya a la vida definitiva que también nos espera a nosotros; porque la muerte no tiene la última palabra. La guerra, el terrorismo, el hambre, la enfermedad, la muerte, no representan el horizonte último de la existencia humana; porque nada nos podrá separar del amor de Dios, porque Dios, que resucitó a Jesús, también nos resucitará nosotros; porque la resurrección de Cristo es principio de vida nueva para la humanidad.
Tal como hemos escuchado en la narración de san Marcos, el domingo, de mañana, María Magdalena, María, madre de Santiago, y Salomé, se encaminan hacia el sepulcro donde habían depositado el cuerpo de Jesús, y se dan cuenta que la piedra que cerraba la puerta había sido apartada, y ven sentado un joven vestido de blanco que les anuncia que ha resucitado.
En los momentos de dolor, aunque el dolor sea tan fuerte, hemos de dar paso también a la esperanza. La esperanza firme de que no se trata de una separación definitiva, sino del traspaso a la casa del Padre, donde un día también nosotros llegaremos y nos encontraremos con nuestros seres queridos. La certeza del amor de Dios, que nos acompaña en la vida y en la muerte, nos ayuda a esperar con confianza la gloria del cielo para ellos. Que este amor de Dios, Buen Pastor, sea fuente de esperanza para nosotros.
“El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan (…) Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término”. Queridos hermanos, el Salmo 22 nos invita a renovar nuestra confianza en Dios, a poner nuestra vida en sus manos. Pidamos con fe al Señor que nos ayude a caminar siempre como un rebaño unido, como una familia unida en el compromiso por el bien común, la justicia y la paz, hasta que también un día lleguemos al reposo definitivo de la vida eterna.
Ofrecemos esta Santa Misa por el eterno descanso de Alberto y Ascen. Es lo mejor que podemos hacer por ellos, ofrecer nuestra oración. Y también rezamos al Señor por sus familiares, especialmente por los que más habéis sufrido y quizás estéis sufriendo todavía, para que el Señor os conceda fortaleza, para que vaya sanando del todo las heridas de vuestro corazón. En María Santísima, la Buena Madre, tan querida en nuestra tierra, encontraréis siempre el consuelo y la paz. Así sea.
+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo Metropolitano de Sevilla