Homilía de Mons. José Ángel Saiz Meneses en la Solemnidad del Corpus Christi

Homilía de Mons. José Ángel Saiz Meneses en la Solemnidad del Corpus Christi

“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51). Nos hemos reunido alrededor del altar del Señor, en su presencia, para recibirlo como alimento; después tendrá lugar la procesión, en la que caminaremos con el Señor por las naves de la Catedral; y, por último, nos arrodillaremos ante él, lo adoraremos y recibiremos su bendición.

El evangelio que hemos escuchado forma parte del discurso del pan de Vida, en la sinagoga de Cafarnaúm, después de la multiplicación de los panes: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. No es la primera vez que aparece en la Sagrada Escritura el pan como símbolo. Los profetas Isaías y Amós ya hacen referencia, y el profeta Elías encuentra un pan para mitigar su cansancio y desánimo cuando se despierta, huyendo de la persecución del rey Acab. También Moisés dijo al pueblo, refiriéndose al maná: «éste el pan que Dios da como alimento». Ahora bien, cuando Cristo hace referencia al maná del desierto es para enseñar que Él es el auténtico pan bajado del cielo, que Él es el verdadero alimento de Dios para saciar la necesidad humana.

El pan significa lo que es imprescindible para la vida del ser humano, lo que es necesario para subsistir como tal ser humano. Es el pan de cada día que pedimos en la oración del Padrenuestro. Como el maná para los israelitas en el desierto, Cristo es ahora el pan que Dios da para la vida del mundo. Queridos hermanos y hermanas, celebramos la Eucaristía en la Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. La celebración es memorial de la Cena del Señor, la Pascua que expresa la Nueva Alianza. Una alianza que muestra una relación de Dios con la humanidad, por medio del Cuerpo sacrificado y de la Sangre derramada de Cristo como sacrificio por amor y para la salvación de todos los hombres. Cristo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo en la nueva y definitiva alianza que se realiza por su muerte en cruz y por su resurrección gloriosa.

Nuestra celebración de hoy es una ocasión propicia para profundizar y crecer en los diferentes aspectos que conforman la presencia de Cristo. En primer lugar, es la presencia del Señor resucitado en medio de su Iglesia: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20). Es el Amigo, el Maestro y el Salvador que no nos deja solos. Esto genera en el ser humano una profunda confianza y una gran serenidad como consecuencia de esa presencia única.

La imagen de los discípulos de Emaús es un espejo para nuestra propia vida. En el camino de nuestras dudas e inquietudes y en torno a nuestras amargas desilusiones, el Señor resucitado sigue haciéndose compañero de camino para introducirnos a través de la interpretación de las Escrituras en la comprensión de los misterios de Dios. Ayuda a realizar la lectura teológica de los acontecimientos personales, eclesiales y sociales. No son mis previsiones, mis cálculos, mis expectativas las que fundamentan el camino de la vida, sino descubrir y vivir la voluntad de Dios que se manifiesta a través de todos estos elementos.

En segundo lugar, el alimento. La Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia. a través de ella Cristo hace presente a lo largo de los siglos su misterio de muerte y resurrección. En ella es recibido Él en persona, como «pan vivo que ha bajado del cielo» (Jn 6, 51), y con Él se nos da la prenda de la vida eterna, gracias a la cual podemos pregustar el banquete eterno de la Jerusalén celestial. Es el alimento del peregrino, el alimento para la santidad. Es fuente de esperanza para cada persona y para toda la Iglesia y la humanidad.

En tercer lugar, es misterio de fe y luz. El sacramento eucarístico es el “mysterium fidei” por excelencia: “proclamad el misterio de la fe” pronuncia el celebrante después de la consagración en la Misa. Es precisamente a través del misterio oculto como Cristo se convierte en misterio de luz, gracias al cual el creyente es introducido en las profundidades de la vida divina. Esto lleva a la admiración, a la contemplación y a la oración.

Por último, es sacrificio. No se puede olvidar que el banquete eucarístico tiene también un sentido profundo y primordialmente sacrificial. En él se actualiza el sacrificio de la cruz. Todos estos elementos de la eucaristía confluyen en lo que pone a prueba nuestra fe: el misterio de la presencia real de Cristo, que lleva a celebrar, a adorar y contemplar.

El principal fruto de la celebración de la Eucaristía debe ser el crecimiento de la comunión con Dios y con los hermanos, sin distinciones de ningún tipo. Se trata de dos dimensiones indisolubles en la vida de todo cristiano. La presencia de Jesús en los más pobres y pequeños es una presencia también real, aunque no sea substancial. El evangelista san Mateo lo ha dejado escrito maravillosamente: lo que hagamos a cada uno de los hermanos más pobres y pequeños, es al Señor a quien lo hacemos (cf. Mt 25,40) Se trata de una mirada profunda y teológica en el misterio de la vida y la existencia humanas.

No son pocos los problemas de nuestro tiempo. Baste pensar en la urgencia de construir la paz, de fundamentar en la justicia y la solidaridad las relaciones entre los pueblos para poder superar las guerras; pensemos en la defensa de la vida humana desde su concepción hasta su término natural; recordemos las injusticias que siguen golpeando nuestra sociedad, donde los más débiles, los más pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que esperar. Nos duele comprobar un año más que Sevilla tiene una presencia destacada en el ranking de los barrios más pobres de España, a pesar del interés de las administraciones, las entidades y los particulares por solucionar los problemas. No podemos dudar del interés de todas las partes por resolver los problemas; por eso, por más extremas que sean las dificultades y complejidades, no debemos perder la esperanza de encontrar las soluciones pertinentes. Es ahí donde debe brillar nuestra esperanza. Porque no estamos solos, porque el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, sellando en esta presencia la promesa de una humanidad renovada por su amor; porque Nuestra Señora de los Reyes nos alienta en el camino y nos enseña a vivir con sentimientos de fraternidad.

Que la celebración de la Eucaristía en el Día de la Caridad nos ayude a reavivar nuestra fe, a caminar seguros en la esperanza, a vivir la unidad con el Señor y con los hermanos. Nos encomendamos a la poderosa intercesión de María Santísima, Virgen de los Reyes. Que así sea.


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