Homilía de Mons. José Ángel Saiz Meneses. Solemnidad de la Inmaculada Concepción (8-12-2022)
El 8 de diciembre celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción. Es la fiesta de Adviento por excelencia. Los textos bíblicos de la liturgia de hoy nos presentan tres momentos de la historia de la Salvación: el pecado original, en el libro del Génesis; el relato de la Anunciación del Evangelio de san Lucas; y la llamada a la santidad, en la carta de san pablo a los Efesios.
Después del pecado original, Dios se dirige a la serpiente, que representa a Satanás, la maldice y añade una promesa: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y su descendencia: esta te aplastará la cabeza cuando ti la hieras en el talón». Es el anuncio de un resarcimiento: En los primeros momentos de la creación parece que prevalece Satanás, pero vendrá un hijo de mujer que le aplastará la cabeza. Así, mediante el linaje de la mujer, Dios mismo vencerá, el bien vencerá. Esa mujer es la Virgen María, de la que nació Jesucristo que, con su sacrificio, derrotó de una vez para siempre al antiguo tentador. Por esto, en numerosas pinturas o estatuas de la Inmaculada, se la representa aplastando a una serpiente con el pie.
El evangelista san Lucas, por su parte, nos muestra a la Virgen María recibiendo el anuncio del mensajero celestial. Aparece como la humilde y auténtica hija de Israel, en la que Dios quiere poner su morada, de la que debe nacer el Mesías. Dios quiere hacer renacer a su pueblo, como un nuevo árbol que extenderá sus ramas por el mundo entero, ofreciendo a todos los hombres frutos buenos de salvación. A diferencia de Adán y Eva, María obedece a la voluntad del Señor, con todo su ser pronuncia un «sí» generoso, que compromete toda su vida, se pone plenamente a disposición del designio divino. Ella es la nueva Eva, la verdadera «madre de todos los vivientes», de quienes por la fe en Cristo reciben la vida eterna.
También a nosotros se nos ha otorgado la «plenitud de la gracia» que debe resplandecer en nuestra vida, porque el Padre de nuestro Señor Jesucristo nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, nos eligió para que fuésemos santos e intachables, y nos ha destinado por medio de Jesucristo a ser sus hijos (cf. Ef 1, 3-5). Esta filiación la recibimos por medio de la Iglesia, en el día del Bautismo. Al contemplarla, reconocemos la altura y la belleza del proyecto de Dios para todo hombre: ser santos e irreprochables en el amor, a imagen de Dios.
Queridos hermanos: tener por madre a María Inmaculada es un don inmenso, que Jesús nos hace desde la cruz, una inmensa alegría. Cada vez que experimentamos nuestra fragilidad y la sugestión del mal, podemos dirigirnos a ella, y nuestro corazón recibe luz y consuelo. Incluso en las pruebas de la vida, en las tempestades que hacen vacilar la fe y la esperanza, pensemos que somos sus hijos y que las raíces de nuestra existencia se hunden en la gracia infinita de Dios. La Iglesia misma, aunque está expuesta a las influencias negativas del mundo, encuentra siempre en ella la estrella para orientarse y seguir la ruta que le ha indicado Cristo.
Demos gracias a Dios por este signo maravilloso de su bondad, encomendemos a la Virgen Inmaculada a cada uno de nosotros, a nuestras familias y comunidades, a toda la Iglesia y al mundo entero.
+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla